Por Evanny Martínez Correa
Aunque no creemos del todo que la construcción del Puerto de Tribugá al otro día nos trae la solución a nuestros males de antaño incubados, en todo caso tampoco puede minimizarse sus efectos positivos, si se tiene en cuenta que en medio de aciertos y desaciertos ésta ha sido la ruta económica que han transitado los demás pueblos del mundo, desde cuando los fenicios, diez siglos antes de Cristo desafiaron los mares.
Luego el encontronazo de culturas del siglo XV, pasando por el Suez en el XIX y Panamá en el siglo XX, inclusive, en que los puertos iniciaron a ser apetecidos y las naciones se embarcaron en las reglas del mercado, construyendo gran parte de lo que existe hasta hoy.
No obstante, no se necesita tener el mote de ambientalista para aceptar que una de las amenazas reales de la humanidad será el efecto del desequilibrio ambiental, al igual que la guerra nuclear y las pandemias, como las que ahora atravesamos. Hay quienes creen que las consecuencias del desequilibrio ambiental pueden dejar este planeta como un gran solar arrasado, superior a la explosión del volcán del lago Toba en la isla de Sumatra hace más 70 mil años, cuando fueron pocos los humanos que sobrevivieron, al punto de ponerse en riesgo la existencia de la especie humana sobre la tierra.
Convencido de esa realidad, la construcción de la vía al mar y el Puerto de Tribugá, fácil es presentarla de la manera más sencilla, así: si dos vecinos se les presenta el dilema de instalar una sola factoría de dos, para solucionar sus problemas de subsistencia, porque instalar la segunda les traería problemas de sobrevivencia a ambos, necio sería pensar en desatender las reglas de lo razonable en una sociedad pensante.
A partir de la premisa que precede, ahora el dilema dejaría de ser la instalación de las dos factorías por otro no menos sesudo, pero más fácil de solucionar, consistente en saber, ¿cuánto cuesta no instalar la segunda factoría? Porque igual de irrazonable seria pensar que los beneficios de la única factoría engrosasen las arcas de uno solo de los vecinos en detrimento del otro. Nadie lo soportaría.
En el caso que nos ocupa es verdad que el resto del mundo y del país ha construido la única factoría y pretende dejar en los hombros de la gente del Pacífico la carga de evitar la catástrofe ambiental, bajo razonamientos reales pero egoístas, que cuando más, aunque de buena fe, se reducen a propuestas ambientales mínimas, de baja utilidad para la gente del Pacífico, con evidentes desventajas para nuestros pueblos.
Por eso no vendría mal que el mundo financiero y todos los ciudadanos de este planeta se comprometieran con financiar ese “no dejar hacer el Puerto de Tribugá”, pero con propuestas reales y menos románticas. Se me ocurre pensar en la participación del Pacífico en un porcentaje del 10% del PIB constitucionalmente aprobado por el Estado colombiano y en un gran fondo creado y administrado por Naciones Unidas de largo aliento, financiado por todos los ciudadanos del mundo, por no menos de cien años. No para recibir dividendos de la banca sino para emprender verdaderas acciones de transformación social del Estado de pobreza en que nos encontramos en el Pacífico, hacia un desarrollo sostenible ambicioso y deseable lejos de romanticismos bucólicos que se construyen en los escritorios y se recrean por televisión.
Solo así podría considerarse que las aspiraciones ambientales de conservar esta bella región es una carga social de todos y no recae solo sobre los hombros de la gente que habita el Pacífico y que es la más pobre del país. En caso contrario, el Puerto de Tribugá debería ser una realidad imparable, porque si bien no nos trae las soluciones inmediatas en todo caso sí nos coloca en la misma ruta que han transitado los demás pueblos del mundo.
Es importante no desvincular la violencia que actualmente nos aqueja de esa falta de oportunidades producto de una región donde el único empleador es el Estado.