
Por Aris Daniela Lozano
«Teresita Martínez de Varela, la primera mujer sólidamente intelectual y verdaderamente libre que parió el Chocó«. C. A. Caicedo Licona
Escribir sobre mujeres negras duele. Duele porque el silencio pesa, porque la indiferencia agota, porque la falta de espacios se siente como un muro que nunca deja de crecer. Y, sin embargo, algo dentro de una insiste, arde y empuja, contar estas historias no es solo un acto de memoria: es un grito contra el olvido, una rebelión contra los siglos que quisieron borrar nuestros nombres, rostros y palabras.
La investigadora Betty Ruth Lozano lo ha dicho con claridad: “Si el aporte a las letras colombianas de los hombres negros afrodescendientes ha sido desconocido, con mayor razón el de las mujeres negras afrocolombianas, al conjugarse sexismo y racismo”.
Teresa Martínez de Varela fue una llamarada contra el tiempo. Nació en un Quibdó post-esclavista en 1913, cuando ser mujer, negra e intelectual no solo era un desafío insólito, sino también una afrenta al statu quo. Lo supo desde muy joven, cuando intentó ingresar a La Presentación, un colegio privado de Quibdó, y le cerraron las puertas: “No me recibieron porque era negra”, diría después.
Pero Teresa no nació para pedir permiso. Más tarde, logró estudiar en Cartagena, en el Colegio San Pío X, donde su inteligencia brilló con fuerza. Desde entonces, su vida estuvo marcada por varias gestas: fue escritora, periodista, dramaturga y recitadora en un país donde las mujeres negras rara vez son visibles. Su obra abrió camino en un mundo empeñado en negarnos un espacio en la literatura.
En 1954, cuando el gobierno de Rojas Pinilla intentó desmembrar el Chocó, Teresa se plantó en el Parque Centenario y convocó una protesta, no era la primera vez que se enfrentaba al poder. Frente a la gente, leyó en voz alta La Epopeya de la Desmembración, un canto al territorio chocoano con el que buscaba hacer entrar en razón al gobierno:
¡Atisba allá en los Andes el cóndor altanero!
La noche septembrina llorando lo encontró
Y nuestra ave con su canto, telúrico, agorero
Laméntase en la sierra diciendo «Mi Chocó»
Y ruge entre las sombras la selva milenaria!
El cielo encapotado y el rústico aluvión
Y el alma de una raza antigua y legendaria
¡Sacude el calendario de la gloria y tradición!
Otro fragmento dice:
Antioquia la pudiente se mezcla al movimiento,
con vivas a su tierra y vivas al Chocó;
los sirios y costeños aúnan sentimientos
con gesto que la historia ya en folios recogió.
Su voz interpeló al gobernante y logró lo impensable: que la escucharan, que los escucharan, y finalmente, que se desistiera del plan. Pero la lucha de Teresa no fue solo contra el poder, sino también contra la incredulidad, esa sombra de desdén que ha perseguido a tantas mujeres negras que se atrevieron a desafiar el destino impuesto.
Cuando publicó Guerra y Amor en 1947, en Quibdó se extendió un rumor: su pluma era prestada, decían que no podía ser ella la autora, que una mujer negra no podía escribir con tal destreza. También rescató la historia de Manuel Saturio Valencia, el último condenado a muerte en Colombia, en Mi Cristo Negro, libro en el que, con rigor documental, le devolvió a Saturio la dignidad que le arrebataron. Como ella misma dijo, su propósito fue honrar la grandeza de un hombre a quien el despotismo esclavista condenó sin razón.
Teresa rompió los márgenes y se negó a ser un pie de página en la historia.
Conocía varios idiomas —inglés, francés, latín—, se separó de su esposo en una época en la que las mujeres aún estaban condenadas a soportarlo todo, dirigió la Normal de Istmina y la Normal de Señoritas de Quibdó, y fue la primera Secretaria de Educación del Chocó. Fue la madre de Jairo Varela, sí, pero también la única mujer chocoana en integrar la Caravana Nacional de Periodistas en 1955.
Su producción literaria fue prolífica y, aunque muchas de sus obras quedaron inéditas, publicó poemas, ensayos y obras dramáticas que abordaban temas históricos, políticos y religiosos, entre ellas El nueve de abril, sobre el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán; Las fuerzas armadas y La madre fósil.
El olvido no es un accidente, es un acto de poder. Un mecanismo que decide qué historias merecen contarse y cuáles deben quedar en la sombra. La historia de Teresa Martínez de Varela es la prueba de que ser mujer, negra y escritora ha significado, muchas veces, escribir contra el viento. No porque no haya habido escritoras negras, sino porque sus voces han sido silenciadas y sus nombres omitidos.
La interseccionalidad, un concepto desarrollado por la académica Kimberlé Crenshaw, nos ayuda a entender cómo distintas formas de opresión, como el racismo y el sexismo, se cruzan y refuerzan entre sí. Nos invita a mirar más allá, a comprender que no todas las mujeres enfrentamos las mismas barreras ni de la misma manera, y nos recuerda que la raza y el género no son luchas separadas, sino una misma batalla librada en múltiples frentes. Recuperar estas historias no es solo un acto de memoria, sino también un acto de resistencia.
Creo que aún pesa el silencio sobre su nombre. Nos falta leerla, citarla, estudiarla. Pero su legado vive, y vivirá mientras existan quienes se nieguen a olvidarla.
Teresa sigue viva. Y nosotras, con ella.