Por Julio César Uribe Hermocillo, tomado de miguarengue.blogspot.com
En la Escuela Normal Superior de Quibdó, que hoy cumple 85 años de existencia, vivimos once de los mejores años de nuestras vidas: cinco de ellos en su Escuela Anexa y como normalistas los otros seis, junto a unos veinte compañeros, con quienes a la postre nos convertimos en hermanos y amigos para siempre.
Pensar en esos años es asistir a un desfile olímpico de recuerdos tan pintoresco y bonito como el que realizábamos cada 6 de septiembre por las calles de Quibdó, bajo la resolana de la media mañana y el sol abrumador del mediodía, vestidos todos con la camiseta conmemorativa recién desempacada y oliendo a nueva, que cada año había que comprar para participar en este desfile y cuya entrega cada año, sin falta, se convertía en un tropel desordenado de tallas equivocadas, pagos que no aparecían en las listas y hasta entregas duplicadas.
Esa camiseta y el pastel de arroz chocoano que nos daban después del desfile eran, quién lo niega, dos motivos fundamentales de nuestra alegría en las fiestas normalistas, que empezaban el 3 de septiembre y terminaban el 7, e incluían también un desfile de antorchas, en la noche del 5 de septiembre, con las teas que nosotros mismos hacíamos con tarros vacíos de leche en polvo (Klim o Nido) fijados con uno o dos clavos o puntillas y amarrados con alambre dulce a un palo de escoba o a una vareta de madera ordinaria recogida de los escombros de alguna carpintería; cuya mecha mojada en querosín estaba hecha de costal de fique o de estopa de hilo o de retazos de tela. Una charla en el patio central del colegio, casi siempre a cargo del Profesor Carlos Mayo, nos recordaba cada año los principales hitos de la Normal, su importancia histórica para el Chocó y sus aportes al magisterio colombiano,
Al pensar en esos años sobreviene un caudal de recuerdos tan fluido como el río Cabí, que entonces formaba parte de nuestro patio escolar, de nuestros recreos a media mañana y media tarde, de nuestras clases de Educación Física. Un caudal de recuerdos tan abundante, variado e inmenso como el monte espeso que comenzaba en las ventanas de nuestros salones de clase y se prolongaba a lo largo y ancho de los contornos de aquellos edificios amplios y bonitos que eran la Anexa y la Normal, allí donde aprendimos a leer y a escribir, y a enseñar a leer y a escribir. Pensar en esos años es traer a la mente a nuestras maestras y nuestros maestros, aquellas seños y esos profes de quienes aprendimos los rudimentos de ciencias, artes y lenguas que nos han acompañado a lo largo de los años, al igual que los principios básicos de responsabilidad, disciplina, respeto y cumplimiento en cuestiones académicas, éticas y relacionales.
La Maestra Olaya (María Olga Mena de Calimeño), cuyos hijos también estudiaban en la Anexa, culminó -con la cartilla Coquito y con su letra legible de firme trazo- la tarea de enseñarnos a leer y a escribir, que en varios casos nuestras mamás habían empezado en la casa; como la mía, que lo había hecho con dos libros de literatura un tanto maltrechos, a los que le faltaban varias páginas y la portada -Flor de fango, de Vargas Vila, y María, de Jorge Isaacs-, con ejemplares viejos de las revistas Vanidades y Buenhogar, con sus figurines de modista, con su lápiz y su cuaderno de apuntes de las medidas de los vestidos de sus clientas de costura, con ediciones actuales o pasadas de El Colombiano o El Espectador y con las fotonovelas de Corín Tellado. La Seño Olaya fue quien nos llevó por primera vez al viejo aeropuerto El Caraño, de Quibdó, para que viéramos aterrizar y despegar un avión; y a la orilla del río Atrato, en la Carrera Primera, para explicarnos que en Quibdó desembocaban a este río sus afluentes Cabí y Quito, y poniéndonos a mirar hacia la orilla del río opuesta a la ciudad, en donde había unas cuantas casas de paredes de palma y techo de paja, nos contó que si uno pudiera caminar en línea recta desde esas casitas a través del monte llegaría a Bahía Solano, un pueblo de la Costa Pacífica chocoana, que quedaba más o menos en la mitad del mapa departamental.
La Seño Bibiana Mena, que era hermana de la Maestra Olaya, nos enseñó a sumar y restar hasta por cuatro cifras, a multiplicar y a dividir hasta por dos cifras, y nos hizo avanzar en la lectura fluida y entonada, con la cartilla Pablito. Nos introdujo en el universo regional de la Geografía y la Historia del Chocó, mediante aquellas inolvidables clases en las que nos explicó las leyendas sobre el origen del nombre Chocó, nos enseñó que el Atrato, el San Juan y el Baudó eran nuestros tres ríos principales y nos habló de nacimientos y desembocaduras de La Aurora, La Yesca y el Caraño, las quebradas de Quibdó en las que vivíamos, jugábamos y nos bañábamos; al igual que nos dictó los productos agrícolas, los fundadores y las fechas de fundación de los municipios principales, y nos habló de la piel cobriza, el pelo largo, abundante y negro, la baja estatura y las lenguas propias de los llamados primeros pobladores del Chocó. La Seño Bibiana nos contó también las biografías de chocoanos maravillosos: Diego Luis Córdoba, Ramón Lozano Garcés, Adán Arriaga Andrade, Jorge Valencia Lozano, Manuel Saturio Valencia, Manuel Mosquera Garcés y Rogerio Velásquez, entre otros, siempre alrededor de un retrato de cada personaje, que presidía la clase colgado en el centro del tablero inmenso y verde que era a su vez el centro de acción de aquellas aulas amplias, limpias, ventiladas y confortables en donde había cajas de tiza de todos los colores y un juego de instrumentos geométricos de madera lacada (reglas, escuadra, compás y transportador) que en nuestras manos infantiles parecían artefactos de gigantes.
El Profesor Roger Hinestroza Moreno, estricto con todos e intransigente con los holgazanes o pécoras, nos enseñó botánica en el monte y mineralogía en el barro de la orilla del río. De las colecciones de hojas que nos hacía reunir después de un pequeño recorrido entre el bosque aledaño a la escuela y que nos ponía a comparar individualmente y por grupos, sacaba los conceptos de la clasificación de las hojas y nos enseñaba el nombre de árboles, arbustos y matas; así como, haciéndonos notar los distintos colores y consistencias del barro, nos hablaba de las capas o estratos del suelo y de su composición química y mineralógica.
De él aprendimos, por ejemplo, que el oro es tenaz, dúctil y maleable. Por extensión, su explicación continuaba hasta las riquezas naturales del Chocó, muchas de las cuales -nos decía- las podíamos ver si observábamos bien el monte alrededor de la escuela, el camino hacia Cabí, las orillas y el cauce de los ríos y quebradas, y la plaza de mercado los sábados. Igualmente, cada vez que de la escuela nos llevaban a un paseo escolar hasta pueblos como Tutunendo, La Troje o Guayabal, el Profesor Roger nos acostumbró a que lo primero que había que hacer, antes de irnos a jugar y a bañarnos en el río, era buscar a un/a anciano/a de la comunidad, para que nos contara la historia del pueblo, y a otra persona adulta que nos hablara de las actividades económicas y de los productos que allí se daban. Al contenido de esas charlas regresábamos después del paseo, ya en la escuela, el lunes o martes siguiente. Así mismo, el Profesor Roger nos guio magistralmente por los vericuetos de las operaciones aritméticas más complejas, reglas de tres simples y compuestas, proporciones y cálculo mental, solución de problemas con elementos de la vida cotidiana, como las raciones de plátano, las onzas de queso, las ensartas de pescado, los racimos de chontaduro, las macetas de pepas de árbol del pan o las caminadas diarias de dos o tres kilómetros desde nuestras casas hasta la escuela.
Así mismo, El Profesor Roger nos llevó de viaje por los ríos, las montañas y las regiones de Colombia a través de los mapas planos y en alto relieve, los cuales dibujábamos y coloreábamos en el cuaderno, y esculpíamos en barro o arcilla sobre una tabla o un pedazo de cartón, en la clase de Trabajos Manuales. También resumió para nosotros las épocas históricas de la Colonia española, de la Independencia y de la República, y nos enseñó a escribir con buena letra, con buena ortografía y con estilógrafo de tinta azul. Ser responsables con el estudio y obedientes con los mayores, no avergonzarnos de la pobreza evidente en la escasez, el desgaste o los remiendos de la ropa, valorar absolutamente las ocupaciones y el trabajo de nuestras madres y nuestros padres, por humildes que estos fueran y como signos inequívocos de su sacrificio por nosotros, eran los temas recurrentes de sus consejos proverbiales.
Con la Seño Olaya en primero, la Seño Bibiana en segundo y tercero, y el Profesor Roger en cuarto y quinto, así transcurrió nuestra educación primaria en la Escuela Anexa a la Normal Superior de Quibdó, dirigida entonces por otro Maestro insigne, siempre serio e impecable, riguroso y afable: Don Arnulfo Herrera Lenis, para quien parte de su trabajo como Director era conocer y ayudar a solventar las dificultades de todos y cada uno de los alumnos de la escuela. De sus manos recibimos el diploma de 5º grado, que a la mayoría nos dio paso a continuar nuestros estudios en la Escuela Normal Superior de Quibdó, en donde también tuvimos maestros inolvidables, como Plinio Palacios Muriel, Enriqueta Chalá de Perea Aluma, Luz Amparo Mosquera, José Renán Chamorro, Tirso Quesada Martínez, Francisco Caicedo Matute, el Padre Rodrigo Maya Yepes, Camilo Caicedo, Edgar Moreno, Jesús Cuesta Porras (Envenenao), Guillermo Murillo, Luis Carlos Mayo y Córdoba, y Gonzalo Moreno Lemos, nuestro magnífico Director de Grupo durante cuatro de los seis años en la Normal, hasta que nos graduamos como los primeros Maestros-Bachilleres. A ellos y al también inolvidable y gran Rector que tuvimos: Don Jorge Valencia Díaz, dedicaremos la próxima entrega de esta recordación de la Normal de Quibdó que en aquellos tiempos nos tocó, a propósito del 85º aniversario de su existencia.