Por Javier Álvarez Viñuela
Aparece como uno de los personajes secundarios en una novela infantil (La ballena varada). Su imagen y lenguaje pintoresco fue suficiente para desempeñar el papel de abuelo de la protagonista de la mencionada obra literaria, que tuvo su espacio geográfico en el municipio de Bahía Solano. Sin embargo, fue el personaje central en la obra de su vida en la que el desparpajo le permitió el reconocimiento y cariño de toda una sociedad que lo acogió como un hijo más.
Es Francisco José Rojas González (1919- 2002, un antioqueño nacido en Andes, y quién se hacía llamar con el mote de Pacholoco. Llegó a Bahía Solano en compañía de su esposa Inés Arboleda -rip-, una carmeleña (Del Carmen de Atrato), para desempeñarse como conductor de la maquinaria de la Zona de Carreteras del Ministerio de Obras Públicas, para el mantenimiento de la vía Ciudad Mutis- El Valle. Tuvieron seis hijos: Javier, Alejandro, Patricia, Diamar, Estrella y Gloria.
Es probable que Pacholoco se haya hecho popular para muchas personas del interior del país u otras partes de Colombia, porque pasada la media noche hacía reportajes, a través de Caracol. Pues en una ocasión, cuando tuve la oportunidad de relacionarme y dialogar con un capitalino y enterarse de mi lugar de origen, me refirió conocer a un personaje llamado Pacholoco, por cuanto le escuchaba la mayoría de la veces sus crónicas de Bahía Solano, por medio de la radio nocturna.
Se autoproclamaba poeta, filósofo, aventurero, guerrero y buzo de profesión. A lo de trovador le di siempre el crédito, porque cantaba trovas muy propias y con el arraigo de los «arrieros y montañeros» antioqueños, con lo que hacía viva su identidad, idiosincrasia e inconfundible origen. Con su marcado acento paisa, y sin que se lo interfiriera la influencia de otras culturas con las que interactuó por fuera de su región, decía tener la fórmula para interconectar su región y el Pacífico, a través de un ferrocarril.
No menos visionario por sus alucinaciones, pero sí delirante por sus sueños fabulosos y quiméricos, pensó alzarse por los aires: volar. Ya era la resignación por no haber consumado sus ingenios ni penetrar la inexpugnable selva del Chocó con las locomotoras anacrónicas de su tiempo, por ejemplo; su estampida y fuga a las maquinaciones que lo atraparon en sus noches de desvelo, mientras ideaba, creaba y llegaba momentáneamente a los umbrales del progreso y el porvenir deseado.
Pacholoco hizo de Bahía Solano el lugar común para que ocurrieron todos sus episodios maravillosos: los reales y los irreales. En cuanto a lo primero, es fácil dar fe, la sociedad lo sabe y arriba quedó referido; en lo referente a lo segundo, cada cierto tiempo surgen personajes de carne y hueso que se vuelven simpáticos y queridos, aunque incomprendidos. Pacholoco fue el octogenario más feliz: concibió todos sus ingenios con una lucidez sin límites.
¿Cómo ignorar su más bella ocurrencia? El invento para volar con sus «Alas batientes» mostraba el presagio de su frustración ferroviaria para marginarse por siempre de sus propias inventivas. Pensar que leyó los relatos mitológicos originarios del mundo griego, las «Alas batientes» no las hizo para escaparse de las utopías. Dédalo e Íkaro volaron para escapar de la prisión, y mientras el último (Íkaro) gozaba de la audaz voladura, perdió su guía y pereció.