La marca del hierro
Tomado de Magazine, Normandie, verano de 1998.
Traducción de Patricia Forero.
Arnoldo Palacios, un escritor negro colombiano, bisnieto de esclavo, vive entre Le Havre y Honfleur, lugares que fueron dos puertos negreros importantes en el pasado. No obstante, él escoge vivir en Francia “porque es la patria de los derechos del hombre”. Hoy, a sus setenta años, recuerda a su bisabuela que portaba la marca del hierro.
Yo vengo de Colombia, del departamento del Chocó, donde durante los siglos de la trata de negros, se concentraron los esclavos africanos. Yo soy descendiente de esos esclavos. De niños, muchacho alguno, ni yo, teníamos verdaderamente conciencia de lo que era, o de lo que es, de lo que pudo haber sido la esclavitud. Si acaso oía uno exclamar de pronto a un anciano, a mi mamá “Tivi”, Tividad, Natividad, por ejemplo: “¡Ah, eso fue en la esclavitud!”, con un hondo suspiro.
Mi papá era Palacios. No oíamos mucho hablar de sus ancestros, de la vida cotidiana de antaño. No se sentaban a contarnos el pasado. Nosotros los de hoy carecemos de cantidades de instrumentos, ingredientes, conocimientos científicos que nos permitan, al menos, remover siglos de nuestra tierra y obtener conclusiones fecundas para garantizar una vida humana digna de cuanto merece lo que se considera ser hombre. La vida transcurría con suma simplicidad, favorable a la salud natural. Lo que sí estaba absolutamente prohibido era mencionar la palabra “guerra”.
Cuando yo era pequeño (tendría seis años, tal vez), alrededor de 1930, una anciana venía frecuentemente a visitarnos a la casa. Una pequeña, muy pequeña, anciana empaquetada en una gruesa falda negra con flores que iba desde la cintura hasta los tobillos; de sus dedos del pie salían unas uñas de largura extrema, espesas, encorvadas y puntiagudas como unas garras de gallo. Pequeña de tamaño y de cuerpo menudo, ella parecía más bien una gran muñeca negra, con la cabeza cubierta de una especie de esponja de un blanco amarillento; ella caminaba, pero daba la impresión de no avanzar; la piel de su cara, reseca, la hacía parecer un papel arrugado, negro.
Tan pronto ella llegaba, la ayudábamos a sentarse sobre una silla. Ella no tenía dientes, hablaba con voz temblorosa y su cuerpo delgado se sacudía como si estuviera congelándose de frío. Ella manifiesta el deseo de acariciarme. Me hacían sentar a sus pies, dentro de los pliegos de su larga falda, entre sus piernas. Yo recuerdo que ella olía horriblemente fuerte a pipí. Yo la contemplaba, asustado, al principio, porque ella me recordaba a una de esas hadas madrinas de los cuentos de hadas que nos contaba don Justiniano en Ibordó. Pero, por sus caricias, yo me encariñé con ella inmediatamente.
Era “Mamá Chon”, diminutivo de Encarnación, Encarnación Palacios, la madre de Mamá Fide, mi abuela.
Había sido esclava y le veíamos aún bien la marca del hierro. Decíamos que Mamá Chon había nacido en la época de Simón Bolívar, Libertador de América, muerto en 1830. Luego, venía rara vez a vernos porque caminar le requería grandes esfuerzos y había casi que cargarla todo el camino. El tiempo que siguió −no sé si fueron meses o años− éramos nosotros quienes íbamos a verla. Ella ya no se desplazaba más y nosotros decíamos que ella recaía en la infancia. Yo no comprendía que significaba “recaer en la infancia”, pero debe haber tenido que ver con las cosas que pasaban en los cuentos. Cuando la mañana estaba bien avanzada, nosotros sacábamos a mi pequeña Mamá Chon al sol para que ella pudiera calentarse. Esta es la última imagen que me queda de ella. Yo no recuerdo cómo murió, ni cuándo, ni dónde.
Nosotros los muchachos, no nos lográbamos darnos cuenta de lo que significaba haber sido esclavo, pero comprendíamos, sin embargo, que esto había sido algo particular, así como lo había sido la época donde había llovido cenizas, esa donde la Tierra se había cubierto de obscuridad, y como lo había sido el año lejano donde hubo un incendio en Cértegui. No prestábamos, francamente, atención al hecho de ver sobre el cuerpo de alguien una cicatriz de quemadura, la marca de la esclavitud.
¿Gabino Figueroa, el marido de Mamá Chon, habría sido él esclavo y negro como ella? Seguramente no. Nosotros sabíamos había habido Figueroa blancos. ¿Era necesario que Mamá Fide fuera originaria de la unión legítima de Mamá Chon y de Gabino Figueroa para poder merecer un apellido de esta clase? ¿Y ese apellido Palacios, por parte de mi padre, de dónde venía este también? La verdad es que nosotros no teníamos apellido como tal nuestro. Figueroa designaba, en realidad, la pertenencia de Mamá Chon a su amo. Mamá Fide, su hermana Patricia y Mamá Chon eran negras. Mamá Fide tenía una hermana mulata de nombre Celsa Figueroa, hija de otra mujer de Gabino Figueroa, probablemente su esclava también. Las tres hijas pertenecían entonces al mismo amo de dos esclavas.
Rápidamente, perdíamos la cuenta de nuestros ancestros: en lo que concierne a mis bisabuelos, conozco vagamente el nombre del abuelo de mi madre. Jamás nos hicieron la más mínima referencia a aquello que se vivió durante la esclavitud, jamás escuchamos, de voz viva, manifestar algún rencor. De la misma manera que lo hicieron para los apellidos y la lengua, los esclavistas anularon hasta el recuerdo. Todo esto es para ellos, nada más que una anécdota.
¿Qué hacía Mamá Chon? Claramente buscó oro en las minas, pero ahora ya no trabajaba más. Mamá Chon no nos sentaba sobre su regazo para instruirnos sobre la esclavitud. Ella no nos decía nada ni nos deja sobrentender nada sobre eso. La vida se vivía, con simplicidad, sin hacer la menor alusión al pasado. Lo que sí estaba absolutamente prohibido, era pronunciar la palabra guerra. Si Mamá Chon habló algún día de la esclavitud a mi abuela, jamás ella nos lo comunicó, y si Mamá Fide hubiera dicho algo a mi madre o a mis tíos, ninguno de ellos nos hablaría sobre el tema, jamás.
¿Qué representa, desde nuestros días, la abolición de la esclavitud? Es innegable que nosotros, los otros negros, continuamos viviendo sobre el peso de la esclavitud. Sus efectos están presentes, como lo demuestra mi propia experiencia. Lo demuestran los millones de niños y de adultos que han muerto de hambre, azotados por las enfermedades, impedidos de ganarse su pedazo de pan desde la edad más tierna, puestos en venta. Que no haya ninguna confusión. El negro no se tragó la humillación. Vive orgulloso de su cultura afroamericana que ha sabido imponer al mundo.
Desde nuestros días, Colombia, ayudada por el movimiento de la negritud, luego por el Black Power y por la formación innegable de un nuevo mestizaje, se ve obligada a tomar en cuenta la contribución fundamental de África en su economía y en su cultura. En el departamento negro del Chocó, se siente crecer ese poder, precisamente desde el punto de vista cultural y político.
Por supuesto, la humanidad progresa paso a paso. Pero estamos lejos de la liberación del hombre. Necesitamos de una ley universal destinada a abolir totalmente la esclavitud. Solamente entonces, podremos festejar cada día la aparición del hombre universal.
Tomado de Magazine, Normandie, verano de 1998.
Traducción de Patricia Forero.