
Por: Catalina Oquendo, 01 de octubre 2011.
Cértegui (Chocó). Hay gente que se ríe con los ojos, con gestos tenues y disimulados. Arnoldo Palacios no: él lo hace con toda su boca y con sus manos, que junta al final de esa risa en un aplauso muy común entre los chocoanos, como una celebración de lo dicho.
El escritor chocoano no tiene nada que lamentar. Su vida, dice, ha sido como la de un río, como el cauce del Cértegui, que él miraba de niño en este pueblo donde nació, hace 86 años. Un río que lo llevó a estudiar a la Sorbona, en París, y a convertirse, desde Francia, en uno de los escritores fundamentales de la literatura colombiana, un narrador del mundo afro, que es parte de Colombia.
Muy pequeño, debido a una poliomielitis, que aún le impide caminar, Arnoldo pasaba las horas observándolo, escribiendo frente a él. Por eso, en su pueblo, caluroso y minero, igual que hace 60 años, cuando partió, se atreven a afirmar que sus libros salieron del río. Razón han de tener. El recorrido que han hecho Las estrellas son negras, Buscando a mi madre de Dios y La selva y la lluvia ha sido así: con corrientes inmanejables, accidentes del camino. La primera, que escribió en 1948, en Bogotá, fue pasto de las llamas en los disturbios del 9 de abril y tuvo que hacerla de nuevo, y la última, que fue publicada en Rusia en 1958, se vino a conocer en Colombia este año, gracias a un ejemplar que el autor le regaló a Germán Arciniegas y apareció, refundido, en la Biblioteca Nacional.
Para los certegueños, el cauce siempre ha sido claro y Arnoldo, como le dicen con cariño, es su mayor orgullo, el hombre que ha logrado describir con crudeza la realidad chocoana, que imprimió la «presencia del negro en la novela», con su lenguaje, y quien, a pesar de vivir en Francia, describe su tierra como si nunca se hubiera ido.
El pueblo ha cambiado mucho y nada, como los personajes de sus novelas. A él se llega desde Quibdó por una carretera hoy pavimentada, pero aún rodeada por buscadores de oro, que cambiaron el mazamorreo artesanal por las retroexcavadoras. Su casa es hoy una panadería cuyo olor se riega deliciosamente por una de las calles que rodean la plaza principal; las niñas negras siguen pasando con sus trenzas y sus sombrillas coloridas, mientras los ríos Cértegui y Quito siguen ahí, más contaminados que antes, con los atardeceres tan rojizos como siempre.
No hay una señal física de su vida allí, una placa, un busto, pero todos lo conocen, incluso los que nunca lo han visto. «Aquí era donde lo traían a bañar. Ayyy, es un hombre de experiencia. Si lo ve, ¿le puede dar saludos, que de parte de Manuel Santiago Mosquera?», dice un habitante, mientras cruza el puente.
La única pista de cambio es la biblioteca. «No había nada, salvo unos libritos que enviaron unos liberales una vez», dice Palacios, en su casa de paso, en el sur de Bogotá. «Ahí fue donde yo leí y releí los clásicos, porque no había nada más. Cómo fue mi suerte de no haber encontrado todos los libros en Cértegui, porque en mi cabeza tuve que empezar a meditar, y ambicioné leer más».
Hoy, existe una biblioteca exigua, que tiene los libros de Palacios, editados hace unos años por el Ministerio de Cultura. Es dirigida por un hombre con su misma boca grande, su sobrino Alcibíades Moreno Palacios.
Irónicamente, la biblioteca no lleva el nombre del escritor, sino el de un político, y queda en un segundo piso, a donde no podría subir con facilidad ni el mismo Arnoldo. Alcibíades la cuida con cariño: acaba de conseguir 15 computadores y ahora sueña con llevar un documental sobre su tío a la plaza de Cértegui, donde los niños suelen oír reguetón y jugar con pólvora.
Otros quieren ser como Arnoldo. Están casi todos en la institución educativa Matías Trespalacios, donde le hicieron un homenaje: le preguntaron cómo logró llegar tan lejos y le pondrán su nombre a la biblioteca. Zuleydi Palacios, de 18 años, se auto designa su principal fanática, «la número uno». Le brillan los ojos cuando dice que haberlo conocido es de los mejores momentos de su vida. «Ese día fue como: Wow, eso lo deja a uno ‘fantasiado’ «.
Ella escribe, como Arnoldo, a mano, en un cuaderno, y camina cada día 40 minutos para llegar al colegio. «Cuando estoy muy cansada pienso en él, en que pudo conseguir lo que quería».
Como si le respondiera, Arnoldo, sentado una mañana en Bogotá, dice que en la vida uno debe hacer lo que quiere. «Yo lo he hecho, pero para eso se necesita mucho tiempo, el tiempo ha sido mi riqueza», asegura, en una conversación de casi seis horas.
Vestido de negro y con pañuelo blanco en la solapa, tiene en sus manos una libreta con preguntas y una grabadora, porque le gusta escucharse luego. Está, como siempre, riendo. Este año le han hecho varios homenajes, medio siglo después de la escritura de su primera obra, Las estrellas son negras.
Pero lo primero que escribió fue un discurso para una niña que murió a los 13 años, según decían, «porque se desarrolló muy rápido. Lo leí cuando iba pasando el féretro, hubo conmoción y aplausos. Ahí empecé a escribir».
En Cértegui, viejos y enfermos, muchos de sus amigos recuerdan que se peleaban por cargarlo para llevarlo a la escuela, a ver jugar fútbol o a buscar los tominejos, que usaban para conquistar niñas. «Un secreto», se ríe Palacios.
«Lo alzábamos para todo lado», dice César ‘Pipa’ Hinestroza, ahora en una silla de ruedas y enfermo, pero con dos tabacos a su lado.
Hasta las minas llevaban a Palacios, porque, además de agricultor, también fue minero, como la mayoría de los certegueños. Sin embargo, cuenta, renunció «a la obsesión del oro y la cambió por la de la literatura».
La novela que ardió Después, hizo su bachillerato en Bogotá, conoció a su guía, José María Restrepo Millán, y se volvió asiduo del café El Automático, mientras escribía en silencio su novela más reconocida, sobre la vida de Irra, un joven que atraviesa Quibdó buscando que comer y que narra la pobreza que vivían en Chocó. La misma cuyos originales ardieron el 9 de abril, como una buena parte del centro de Bogotá, y que volvió a escribir en tres semanas. «Mi aporte -ha dicho Palacios sobre su trabajo- fue la presencia del negro en la novela. El héroe negro», explica, pues, para él, los negros siempre habían aparecido como adorno.
Con 24 años y su primera obra, obtuvo la beca que lo llevó a Francia. Viajó de Bogotá a Cartagena, Colón, La Habana, Cannes y París. Allá, por ese azar que lo ha acompañado siempre, conoció en menos de 70 horas a directores de teatro, escritores y bailarines, ya importantes en la época. De ahí, fueron Louis Armstrong, Brigitte Bardot y muchos más. Y luego, su afiliación como delegado del Consejo Mundial por la Paz entre los Pueblos y su participación en Varsovia, que le valió la terminación de la beca, dada por el Gobierno colombiano.
A pesar de eso, decidió quedarse. «Cuando llegué a Francia no caminaba como ahora, andaba con unas muletas incómodas bajo el brazo, y un día en Montparnasse no alcancé el metro y me encontré con un médico que se ofreció a operarme gratis; una coincidencia legendaria».
Palacios, en realidad, nunca se fue; su novela La selva y la lluvia lo demuestra. «La escribí en Bucarest, en invierno, con nieve y frío, pero aunque cerré las cortinas, sudaba porque estaba describiendo el Chocó, estaba en el Atrato», dice.
Y sus personajes tampoco existen, «pero son reales», asegura.
«Hace poco, un señor me dijo que él conocía a Irra, el personaje de Las Estrellas son Negras, y que me lo iba a mostrar. Ojalá cuando vuelva a Quibdó me lo presente».
No es descabellado. Caminando por la calle segunda de Quibdó, donde lo hacía Irra, se puede ver a muchos como él, que tal vez se están preguntando cómo en el libro: «(…) Algunos nacemos para morir sin tregua… Otros nacen para la alegría.
Son estrellas diferentes. Las de ellos titilan eternamente y tienen el precio del diamante. Y la mía, Señor, es una estrella negra… ¡Negra como mi cara, Señor!