Cólera. Crónicas y anécdotas de Álvaro Paz Cañadas (VI)
Introducción de Neftalí Rengifo Yurgaqui
Cólera: terrible palabra en cualquiera de sus acepciones. No más con pronunciarla produce escozor porque puede relacionarse con cualquiera de dos males: el cólera anímico que efectivamente es una enfermedad por los estragos que puede causar a la persona que la sufre en un país intolerante y violento como el nuestro, y el cólera bacteriano que hasta hace poco, en el hilo de la historia, hizo estragos en todo el mundo y que puede repetirse por la miseria y falta de salubridad en la mayor parte de la población del orbe.
Aún no hemos salido totalmente de la pandemia de la Covid-19 que vivimos en carne propia y de ahí podemos imaginarnos lo que fue y sería otra epidemia de cólera bacteriano.
Respecto del otro, ya nos acostumbramos a vivir permanentemente en cólera anímico cuando nos sentimos impotentes frente al egoísmo, la corrupción, la injusticia, la pobreza, el desgobierno, la inseguridad, la falta de oportunidades y demás males sociales.
No puedo negar que entro en cólera cuando me entero de cada acto de corrupción de los políticos de turno y la impunidad de sus fechorías en territorios tan pobres que cualquier delito contra el erario y la administración debiera considerarse como de lesa humanidad por las consecuencias nefastas en la población más desprotegida. Pero para no seguir en cólera anímica, evoco la oración por la paz de nuestro santo patrono Francisco de Asís y recuerdo la alegría de nuestras largas fiestas san pacheras en las que el pueblo se olvida de todos sus males.
No obstante, cambiando nuevamente de acepción, pongo los pies en tierra para recordar que debemos seguir protegiéndonos de epidemias recientes, por ello traigo enseguida recuentos del cólera bacteriano, narrado por cronistas:
“La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once semanas la más grande mortandad de nuestra historia (…) En las dos primeras semanas del cólera, el cementerio fue desbordado, y no quedó sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común los restos carcomidos de nuestros próceres sin nombre (…) Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente (…) Cesó de pronto como había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos» Así describió Gabriel García Márquez el brote de cólera asiático que azotó a Cartagena en el siglo pasado (1849) y que dio muerte a la cuarta parte de su población. Fue este seguramente el primer episodio de cólera asiático en nuestro país.
La descripción, según Emilio Quevedo Vélez, en publicación del Banco de la República, alude a la idea decimonónica de que el origen del cólera estaba en la contaminación del aire, debida a la existencia de partículas pútridas constituidas por sustancias orgánicas en proceso de descomposición que emanaban de la tierra, llamadas miasmas, las cuales atacaban las partes líquidas del cuerpo, produciendo todas las enfermedades agudas, entre las que se contaba el propio cólera.
En el trasfondo está también la idea, sostenida por el doctor Thomas Sydenham, -en esa época- de que las enfermedades agudas no se presentaban si Dios no lo quería. Por eso, nadie querría dar evidencia de haber sido afectado por la enfermedad.
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Cólera
Crónicas y anécdotas de Álvaro Paz Cañadas (VI)
En las casas de Cartagena, generalmente en el patio principal, se construía un pozo profundo o aljibe para aprovechar el agua dulce que se recogía de la lluvia para el consumo humano, ya que no existía ningún arroyo o quebrada en la cercanía.
También perforaban otra poza séptica o letrina en donde iba a para la hez de cada individuo de la sociedad cartagenera. Era un lugar sucio, repugnante e inmundo de donde emanaban olores hediondos, fétidos, y para disminuir un poco esos miasmas, de tiempo en tiempo, se echaba dentro de la poza o letrina, una buena cantidad de cal y moderadamente, con cresota o creolina, para contrarrestar la pestilencia.
Debido a que la ciudad está construida casi a nivel del mar, toda perforación que se hace en la tierra se va llenando de agua por los fenómenos físicos de infiltración y vasos comunicantes y que aumenta cuando se presenta el mar de leva.
Con el transcurrir de los años las letrinas se iban llenando de las deyecciones de los habitantes cartageneros, y con el agua de infiltración, se formaba un caldo oscuro y espeso de aspecto gelatinoso. Allí, las moscas, cucarachas y otros bichos permanentemente ponían sus huevos, que al brotar, formaban una gran masa de excrementos con los gusanos y capullos de estos animaluchos que estaban en constante movimiento, comiendo, dando a toda esa masa de porquería hedionda y nauseabunda, la apariencia de un espeso batido de leche y chocolate.
Con el paso del tiempo, las aguas de las cisternas o aljibes se fueron contaminando con los fenómenos físicos descritos anteriormente y, cuando los habitantes de la ciudad, por estar ingiriendo esas aguas, perdieron toda la inmunidad de sus organismos, apareció el cólera.
La sociedad cartagenera se diezmó grandemente. Al comienzo, a los muertos los enterraban individualmente; cuando la epidemia estaba en su mayor grado e hizo que aumentaran los muertos, se acudió a enterrarlos en fosas comunes y como no daban abasto en cavar tan aprisa como muertos aparecían, se recurrió a embarcar los cadáveres en botes y tirarlos en mar abierto con la esperanza de que se los comieran los tiburones.
Mientras el cólera seguía venciendo la resistencia de los cartageneros, estos, en lo posible, continuaban con sus labores cotidianas de toda índole, y desde luego, no dejaron de hacer el amor.
Cuando por fin pudieron reemplazar el agua sacada de los aljibes para consumo humano, por la del primer acueducto que se construyó, aprovechando las aguas del arroyo de Matute de la población cercana de Turbaco, los que quedaron de la sociedad cartagenera, se encargaron de repoblar la ciudad diezmada.
Antes de que se construyera el alcantarillado de Cartagena, existió oficio muy sucio y asqueroso, que solamente muy pocos hombres eran capaces de ejercer.
Ese trabajo consistía en desocupar las letrinas o pozas sépticas cuando se llenaban, y muchas veces por causa de las mareas altas, se rebosaban y un líquido negruzco verdoso, muy hediondo, comenzaba a salir por las rendijas de las tapas de esas letrinas.
Los habitantes de las casas de Cartagena tenían que contratar a esos hombres para vaciar las letrinas, que en carretas tiradas por burros y con unos barriles y baldes, aparecían entre la mitad de la noche y en las primeras horas de la madrugada a la casa que requería sus servicios. Generalmente eran cuatro hombres que se presentaban para cada ocasión.
Se hacía el trabajo a esas horas por considerar que se causarían menos molestias a los habitantes de la vivienda y especialmente a los vecinos, ya que al revolver y remover la masa de porquería, los vapores de la mierda revuelta alcanzaban su máxima expansión. Para que el burro no fuera a rebuznar y despertara al vecindario, lo desenganchaban de la carreta y lo llevaban afuera de las murallas para que se entretuviera comiendo donde había algo de pasto y verdolaga.
Los hombres llegaban vestidos con pantalón corto, sin camisa y muy llenos de licor entre pecho y espalda, casi borrachos y, aun así, trataban de no hacer mucho ruido. Primero, dos iban a la poza; la destapaban, se echaban la bendición, se tomaban un trago de ron y se zambullían en el mierdón.
Los que estaban nadando, llenaban unos baldes, que los que quedaban afuera cargaban en sus hombros y los sacaban a toda carrera de la casa a la calle donde tenían la carreta para llenar los barriles. Los vaciaban lo más rápido que podían para terminar lo más pronto y poder salir de ese mierdero y antes de que los agarrara la borrachera, porque cada vez que iban a sacar una baldada llena de mierda se tomaban un trago de ron. Al regreso, se cambiaban los papeles, los nadadores pasaban a cargadores.
Volvía la zambullida y todo lo demás y cuando terminaban, iban a lavar sus utensilios con agua de mar; traían agua del mar, lavaban la parte de la casa que en el oficio habían ensuciado, echaban agua en la calle por donde hubiera caído algo de su carga y, corriendo como podían, se tiraban al mar y se restregaban con arena para quitarse la mierda y los gusanos que llevaban entre sus pantalones y hasta en la cabeza; y una vez bañados, se echaba cada uno, una botella de agua de alhucema y finalmente un trago de ron; y montados en la carreta, se iban cantando una canción.*
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*Me tocó ver en la Universidad de Córdoba, cuando era estudiante de dicho centro en Montería, por los años 70, y la ciudad no tenía alcantarillado, como algunos hombres desocupaban un gran pozo séptico y transportaban su contenido en tanques sobre carretas tiradas por burros. Algunos estudiantes indolentes les gritaban “comemierda”.
Me pareció injusto tal tratamiento, pero recordé que en mi infancia en Quibdó, así se les decía a las personas que eran egoístas, de mala clase o mala calaña y que sí merecían tal apelativo.
Aunque asumiendo momentáneamente mi cólera anímica, pienso que todavía hay quienes merecen ese improperio; sobre todo los políticos corruptos, no obstante, tengo la esperanza que no sean muchos, pero de que los hay, los hay, y para ellos toda mi indignación.