Diego Luis Córdoba
Por Arnoldo Palacios.
Publicado en Sábado el 28 de julio de 1945.

Diego Luis Córdoba haría una gira por todo el territorio partiendo desde Quibdó siguiendo la vía del río Quito. Al recibir tal noticia los campesinos suspendieron el trabajo y se sentaron en las playas a esperar su paso para conocerle. Era el primer doctor negro que se presentaba. Las campesinas le tiraban besos desde lejos, los niñitos gritaban contentos, los ancianos doblaban las rodillas para bendecirle. Córdoba, cómodamente sentado en una lancha, muy bien vestido, con capote, paraguas en mano, se quitaba el sombrero saludando a las orillas.
En Cértegui le estaban preparando una recepción superior a todas las que había recibido. Bien tapizado el salón en que recibiría a sus amigos; mesa de mármol en la que descansaban floreros de cristal con las mejores rosas de los jardines; trípodes con palangana rebosante de agua-alhucema para su baño. En la cocina las mejores cocineras, muy típicas por cierto, de las cuales aún viven para no dejarme mentir, Cornelia, Sinforosa, la vieja Juana María, y mi tía Martina, prepararon gallinas, pasteles y empanadas tan sabrosas como no las ha vuelto a probar Diego Luis ni en el Hotel Alférez Real; el arroz rodaba, la ensalada daba gusto, el plátano frito amarilleaba en esos manteles blanquísimos bien almidonados y planchados. Por la noche le hicieron un baile de gala donde las mujeres, más que mujeres comunes y corrientes, eran madonas.
Saludo inolvidable
El inspector de policía le dio el saludo de bienvenida; ese saludo ha traído consecuencias chocantes para nosotros los certegueños; originó un episodio que no aceptamos nos lo repitan ni en chanza. Con perdón de mis paisanos y de mí mismo lo voy a referir. El doctor comenzó así: “Doctor Diego Luis Córdoba: el pueblo de Cértegui me ha… me… ha… me ha”. Al verle desconcertado, Córdoba le ayudó: “Basta, basta, Cicerón, ya comprendo lo que quieres decir, que este pueblo te ha comisionado”. Cicerón no era certegueño.
Diego Luis continuó con voz bronca:
–Compañeros trabajadores: el negro y el blanco son iguales. La tierra es del que la cultiva; desde ahora ninguno de vosotros pagará más derechos por trabajar la tierra legada por Dios a todos los hombres; hasta hoy los terratenientes en el Chocó. Tanto el negro como el blanco tienen derecho a educarse y obtener becas del gobierno. Vosotros, trabajadores, obreros y campesinos del universo, uníos para luchar contra las oligarquías, contra los patrones, contra las dictaduras. Todos debéis beber la fuente de Marx para adquirir la felicidad de vivir.
Una cosa es contar y otra cosa es ver la conmoción despertada en el pueblo por las palabras de Córdoba. Qué iban a imaginarse esos campesinos que el negro y el blanco eran iguales, si todos estaban perfectamente convencidos de que el negro había venido al Chocó únicamente para ganar el pan con el sudor de su frente: no pensaban que un negro podía llegar a ser doctor; al negro que cortejara una mulatica de esas de Quibdó, le confiscaban los bienes y lo desterraban. Yo mismo, lo confieso, el día que llegué a Bogotá me admiré de que sirvientas blancas me tendieran la cama y me dijeran “señor Palacios”.
La gente aplaudía y aplaudía a Diego Luis; ya borrachos gritaban y pisoteaban el suelo. Recuerdo a un viejo muy querido en Cértegui, llamado Daniel Moreno, que exclamaba: “Vox populi, vox Dei”. Yo no sé dónde aprendería él esas palabras en latín.
Córdoba, errante y vagabundo
En ese ambiente en que ningún muchacho del pueblo tenía oportunidad de educarse se levantó Diego Luis Córdoba. A pesar de su enorme pobreza don Diego Córdoba, su padre, ciudadano alegre muerto hace poco, ferviente liberal, soldado en la guerra de los Mil Días, se propuso educar a su hijo. Primeramente pasó Diego Luis a la escuela pública de Quibdó, de donde lo expulsaron a causa de una pequeña discusión entre él y un niño conservadorcito. Del colegio Carrasquilla también fue expulsado por rebelde. Pobre como era, sin dinero, sin ropa, se trasladó a Medellín donde por fin terminó su bachillerato; ingresó a la Facultad de Derecho para ser expulsado nuevamente por revolucionario.
Desamparado en las calles de Medellín, hambriento, sin techo, sólo le quedaba la esperanza. Resolvió seguir a Bogotá con setenta pesos colectados entre sus amigos y profesores. En Bogotá pasó muchas vergüenzas en los hoteles y casas de inquilinato. Muchas veces, al regreso de sus clases, hallaba su maletica en el portón, teniendo que soportar días enteros sin comer, yendo muchas veces a la facultad con zapatos de suela de cartón puesta por él mismo. Sin embargo, sea gloria para él y ejemplo para la juventud, lúcidamente obtuvo el título de doctor en derecho. Hoy es uno de los mejores profesionales.
Como socialista-marxista-revolucionario, ha sido compañero con Gerardo Molina. El socialismo de Diego Luis Córdoba no se formó en la lectura de Marx, porque esos libros le sirvieron para saber la denominación de las doctrinas que él sentía, para sistematizarlas y aprenderlas científicamente. Había observado grandes terratenientes explotadores del campesino cultivador de la tierra durante toda su existencia; había sentido la desigualdad económica, política, social; había comprendido el prejuicio contra su raza. Por eso, cuando leyó a Marx exclamó: “Yo he sido socialista”.
Reapareció en el Chocó predicando su pensamiento. El campesino comprendió las cosas dichas por Diego Luis; eran las mismas que esa gente sentía sin poderlas expresar. Así pues, el prestigio de Diego Luis no se lo arrebata cualquiera, por ser prestigio creado en el corazón de cada campesino; y el campesino no tiene interés en que Diego Luis le consiga empleos. El campesino aspira a que le mantengan el camino transitable, a la rebaja de la papa, el azúcar y la manteca, a que le disminuyan los cinco centavos aumentados al precio del paquete de cigarrillos, a una beca para su hijo, a que el juez y el alcalde no le cometan injusticias, y que el policía no les insulte y prodigue bolillazos por el simple hecho de beberse unos traguitos y gritar: “Viva el gran partido liberal, viva el negro Diego Luis Córdoba, y al que no le guste que se muerda el codo y beba agua”.
La clave del éxito
Le pregunto a Córdoba dónde ha estado la clave de su éxito.
−En la confianza absoluta que siempre he tenido en mí mismo, y en haber interpretado el problema de mi pueblo.
Efectivamente, desde su salida de la universidad, ha triunfado en su tierra. Se presenta a las elecciones. Para ganarlas no importa que el ingeniero y sus secretarios estén contra él ni que varias firmas comerciales se pongan en su contra; ni que los empleados públicos interpongan contra él la influencia oficial, ni que en los correos se las lean y no le entreguen sus correspondencias.
No obstante su enorme prestigio, en 1939 Diego Luis abandonó los comicios. En esa época, no sé por cuál circunstancia, entre los directores de su corriente en el Chocó existía alguna desavenencia y poca fe por el caudillo. Además, se dice que el intendente estaba dispuesto a sacrificar la misma patria con tal de atajar a Córdoba, quien viéndose atacado y abandonado y renegado por los discípulos, se ocultó entre los olivos para no dejarse apresar mansamente.
Le pregunto:
−¿Cuál ha sido su principal móvil político?
−Tratar −dice− de establecer el socialismo en Colombia, especialmente en el Chocó.
−¿Cuál ha sido su mayor anhelo?
−Mi más alta aspiración es que la juventud chocoana popular entienda el movimiento que encabezo y lo continúe sin desfallecer un instante.
−¿Qué es el social-racismo?
Diego Luis sonríe burlonamente y contesta:
−Social-racismo es el nombre con que los reaccionarios chocoanos han bautizado el movimiento encabezado por mí. Alegan ellos que el socialismo no discrimina razas sino clases; fingiendo que no comprenden que en el Chocó coincide la clase proletaria con el pueblo de raza negra, ultrajado como proletario y como negro.
−¿Cuáles cree usted que han sido sus principales errores?
El jefe socialista me contesta no haber cometido errores.
−Si acaso −dice− el confiar demasiado en que todos los educandos continuarán sinceramente nuestro movimiento. Y algunos hay que se han dejado carear.
¡Qué hombre más virtuoso que Diego Luis Córdoba en este mundo! ¡No haber cometido errores! ¡Cuánto no daría yo de esta desdichada vida de pesares y tragedias por poseer el don de Diego Luis!
−¿Qué desea usted, Diego Luis, para la raza de color?
Córdoba se pone en pie; se pasea arrogante la habitación, con palabras optimistas contesta:
−Obtener su liberación completa; no solamente la decretada por José Hilario López, sino la libertad social, intelectual, política, económica, la cual debemos adquirir a costa de todo sacrificio, por encima de todo. Debemos adquirir la igualdad; matar todo complejo de inferioridad.
−¿Cuál ha sido su mayor felicidad hasta hoy?
−Saber que aún me queda tiempo para llevar a cabo mis ideas de socialista, y ver hoy a los comunistas aceptar lo que nosotros tomábamos del marxismo para Colombia. Aspiramos a más.
−¿Por qué ustedes militan con los liberales?
−Cuando militamos al lado de los liberales lo hacemos, por ver en ellos aliados con quienes debemos repeler la reacción.
−¿Cuáles son los precursores de usted y Gerardo Molina en Colombia?
−Gerardo y yo fuimos los primeros en declarar públicamente nuestras ideas de socialistas, en el parlamento. Sin embargo, José Mar, Moisés Prieto, son valores muy estimados a quienes consideramos como precursores; pero ellos han retrocedido. Principalmente nos precede el general Rafael Uribe al declarar que “el liberalismo debe abrevarse en las canteras del socialismo”.
En su vida, Córdoba tiene innumerables episodios que decoran su vida de coraje y de brío.
Cuando la huelga de las obreras de El Papagayo, ellas inmediatamente mandaron llamar a Diego Luis, quien enseguida abandonó el recinto del Congreso y fue a servirles. La policía se le atraviesa para no dejarlo hablar, pero se trepa a una tapia y comienza su arenga. La policía obstinada contra él pide a los bomberos; estos le apuntan un chorro de agua, como si fuesen a apagar un incendio; efectivamente, Córdoba estaba incendiando el ambiente con su verbo. Al fin no logró resistir la potencia de la manguera y cayó al suelo, destrozándose el brazo derecho.
Para otra huelga de los obreros de la Tropical Oil Company, la CTC lo llama en defensa de los trabajadores. Córdoba se traslada a Barranca. Allí casi lo matan, si no lo hubieran confundido con otro negro, al cual ultimaron con un balazo certero.
Otra vez fue en Quibdó, en vísperas de elecciones; entonces sus adversarios estaban dispuestos a derrotar a Córdoba, por cualquier medio. Y una noche en que, por causa misteriosa, no hubo luz eléctrica, los enemigos trataron de asesinarlo mientras dormía. Pero ágilmente Diego Luis, disfrazado de mujer, huyó por detrás de la casa salvando pantaneros.
Un joven que andaba en pesquerías mujeriles, al ver a tal dama, a esas horas, en esos lugares, se le aproxima: “Señorita, ¿no gusta que la acompañe?”. Diego Luis, fingiendo voz femenina, responde: “Gracias, jovencito; voy huyéndoles a otros”.
Radiograma del presidente Santos
El pueblo amaneció revuelto. La noticia del atentado contra Diego Luis Córdoba se difundió por todo el Chocó, es decir, de Acandí a Nóvita, de Playa de Oro a García Gómez, de Bagadó a Nuquí, por el río San Juan y por el Atrato, por el Andágueda y el Tamaná. La ciudadanía se aprestaba para salvaguardar a Diego Luis Córdoba. Los viejos campesinos, los mismos ignorantes, pero valerosos, que en la guerra de los Mil Días improvisaron armas para secundar la orden de Vargas Santos, Uribe y Herrera, se pusieron en pie.
Al saber del atentado, el doctor Eduardo Santos, presidente de la República, se dirigió a las autoridades de Quibdó en lenguaje terminante:
−Cuidado con la vida de Diego Luis Córdoba, figura nacional.
En Dipurdú del Guásimo, pequeña población chocoana situada a la orilla derecha del río San Juan, Diego Luis Córdoba, subió a un balconcito viejo a dictar su conferencia política. De pronto resonaron varios disparos de abajo de la tribuna hacia arriba.
Córdoba siguió hablando por encima del tiroteo de los revólveres. Sus palabras parecen cortadas por los labios clásicos de Demóstenes o Cicerón. Su voz alentadora hubiese levantado de su postración al pueblo más sumiso de la tierra.
Los disparos no cesaban. El olor y el humo de la pólvora besaban las sienes oscuras del caudillo. Córdoba había dejado de ser un hombre de carne y hueso para transformarse en bronce. Su calvicie relumbraba bajo un sol radiante, cuyos rayos se quebraban sobre el lomo del San Juan, ante cuyas ondas verdegueantes se perdía la mirada del socialista.
Finalmente, Córdoba metió la mano al bolsillo empuñando su pistola decidido a responder a la agresión, pero −confiesa él mismo− “no vio sujeto de valía sobre quién descargar”.
−Nuestro Robles −dice− es uno de los más grandes hombres que ha tenido el país. Entre los colombianos de nuestra raza no ha sido superado. Hombre de estado, de grande envergadura, era el asombro del parlamento en el siglo pasado. Ha sido un faro para nosotros los negros. Yo me avergüenzo cuando me llaman Segundo Robles; nunca me creo igual a él, pero sí brego por imitarlo.
Diego Luis ha obtenido los más brillantes triunfos parlamentarios. Muchos son sus discursos. Está ese en que Córdoba atacaba el tratado comercial entre Colombia y los Estados Unidos. El representante Córdoba pidió la palabra a las cuatro de la tarde; sin interrupción habló hasta la una de la mañana, es decir, nueve horas seguidas, con lo cual ha batido el record en la oratoria mundial, según Luis Eduardo Nieto Caballero.
Cuando cerraron la Normal de Medellín por causa de una huelga que dirigía un inteligente joven chocoano, Tomás de Aquino Moreno, hoy uno de los más importantes dirigentes de la política en el Chocó, Córdoba pronunció una oración monumental en defensa de los estudiantes, contrarrestando a López de Mesa, Ministro de Educación.
No ha de olvidarse su famosa intervención sobre el Protocolo de Río de Janeiro, y en la que se atacó rudamente a Alfonso Araújo.
Arriaga y Córdoba palmo a palmo
Un brote auténticamente democrático, como difícilmente lo ha habido semejante en Colombia, fue el trascendental duelo oratorio entre Adán Arriaga Andrade y Diego Luis Córdoba en Quibdó, el año 1937. Entonces se batieron los dos en un mismo balcón; parecían Cicerón y Catilina en el senado de Roma.
Según Córdoba, hay un humanismo burgués y un humanismo proletario, al cual pertenece. Dice: “Para los burgueses ser humanistas es recitar de memoria a los clásicos, quizá sin sentirlos; humanista proletario es quien sabe de humanidades y es clásico a la manera presente, es decir, que si se escribe hay que hacerlo en el lenguaje claro, correcto y profundo de la época; ser clásico no es escribir con el mismo vocabulario de Cervantes”.
Diego Luis vale mucho más como intelectual que como político.
A mí me parece que una de las cosas más influyentes en la enorme cultura de Diego Luis es su afición al humanismo. La educación humanística es básica para toda cultura sólida. El verdadero humanista no es solamente el erudito satisfecho con abundante caudal de saber memorístico. El verdadero humanista adquiere los conocimientos, los somete al análisis de la inteligencia, los reúne a su propio concepto, y entonces sí se coloca frente a las cuestiones para resolverlas. El estudio de las humanidades le abre muchos caminos al hombre; le hace comprender los fenómenos y buscar sus causas determinantes, llevándole a la investigación científica. La cultura humanística es la llave del pensar profundo y sincero orientado al despeje de la incógnita.
Cuántos hay doctores, poseedores de innumerables títulos, estudiados en las universidades de Salamanca, Upsala, Oxford, Harvard, Bolonia, La Sorbona, y sin embargo “pasan la vida en silencio como las bestias”. Esto debido a la vieja y errada creencia de considerar que al intelectual solamente lo forman la cátedra del profesor insigne y las aulas de respetable trayectoria histórica. ¡Error! El intelectual es tanto más aventajado cuánto más haya aprendido por sí solo, cuanto mejor sepa discernir los pocos conocimientos obtenidos en el libro, cuanto mejor compare las diferentes edades, situaciones sociales, puntos históricos, para bien gozar de la vida y servir a los demás.
Diego Luis Córdoba ha tratado de superarse cada día; ha estudiado y vive estudiando. Sabe inglés, francés, alemán, griego, latín; me han dicho que ahora está aprendiendo ruso. Yo no alcanzo a explicarme cómo ha hecho Diego Luis para saber tanto, tanto joven, y crecido como hubo en un ambiente sumamente estrecho. Todos recordarán una ocasión en la Cámara en que Diego Luis asombró a todo el mundo leyendo y traduciendo perfectamente el alemán. −Diego Luis, ¿gusta usted de la literatura? ¿De cuáles libros ha gozado más?
−Desde el punto de vista intelectual soy hombre de dos frentes: ciencias económicas, cuya obra principal es El Capital, mi libro de cabecera, mi breviario constante. De la buena literatura El Quijote, del cual cada año me leo una nueva edición. Tengo a Shakespeare. Cuando estudiante fui adicto de los clásicos latinos; leía la Eneida, las Geórgicas; prefiero bastante el latín; desgraciadamente no dispongo de todo el tiempo que quisiera dedicarle.
Allí interrumpí la exposición literaria de Córdoba, y comentamos un poco de cosas que no escribo aquí para no hacerme demasiado pesado con los lectores.
En la compañía de Diego Luis lo primero que se advierte en él es su innata simpatía; tiene charla amena e interesante que a ratos se tiñe de exquisito tinte humorístico. Para mí, Diego Luis es el chocoano que más se acerca al ingenio sabanero; cualquiera podría decir que Córdoba es un negro nacido en Bogotá, criado junto a Tomás Rueda Vargas, amigo temperamental de Klim y de Ximénez, nutrido con el repertorio del Runcho Ortega y Gonzalón.
Diego Luis Córdoba es el hombre más juicioso que he conocido; es un caballero que no fuma, ni bebe licores, ni juega, ni vive enfiestado, ni concurre a los cabarets.
Amigo del dinero, para él no pasa inadvertido un negocio fructífero; si le toca disputar alguna suma, ve la manera de ganar el pleito, no se resigna a esperar en su casa el veredicto del juez. Hoy por hoy, Córdoba dizque es uno de los chocoanos acomodados. Se dice que tiene plata depositada en bancos; eso, sin contar un feudo que está adelantando en la carretera Quibdó-Bolívar, ni su sueldo de representante, ni las entradas por concepto de oficina, trabajos extras y minas de Neguá.
Es muy económico pero no ahorra un centavo del cual se pueda aprovechar para su comodidad; viaja en avión o en autoferro, vive en buenos hoteles, usa paño fino, medias de seda, corbatas de raso, estilógrafo Parker 51; come bien; asiste al Teatro de Colón de Bogotá y al María Victoria de Medellín; sale a tierra caliente, se baña en piscina; toma tinto antes de pisar el suelo. Lo que él no hace es gastar dinero innecesariamente; trata sí de adquirirlo porque sus convicciones ideológicas y la vida diaria le exigen libertad económica, la cual está obteniendo mediante su propio trabajo.
Muchos quieren decir que Diego Luis no es generoso, pero cometen un error. Su bondad consiste en servir a tiempo, ayudando al necesitado cuando realmente el apoyo le es indispensable. Y para no alargar más esto, les deseo felicidades y aprenderse los versos de Jorge Artel: “El pueblo te quiere a ti Diego Lui”.