Por Arnoldo de los Santos Palacios Mosquera
Publicado en Sábado, abril de 1949
Sabemos que el negro no fue traído a la América como mensajero de alegría ni mucho menos en ese sentido. Vino cargado de cadenas para trabajar de sol a sol. Naturalmente lo despojaron de todo, hasta de los seres amados con quienes no iba junto en la huida. Pero como el alma es intocable el negro logró encerrar en ella su canto, su ritmo, su danza. Y después de la faena, después de los fuetazos, el dolor se transformaba en un sentimiento puro, como el arrancado siglos antes a Salomón por una mujer negra, la más hermosa entre las doncellas: “El tiempo de la canción es venido y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola”…
Por eso no se dejó nunca acogotar por los sufrimientos. No le hizo mella la esclavitud. No le hizo mella la pobreza de bienes materiales. No le hizo mella la patria distante. Siguió cantando acompañado del ruido de sus instrumentos ordinarios. Ha habido tal riqueza de alegría en el alma del negro que esa alegría ha alcanzado las dimensiones de un sentimiento trágico, cuando el negro ha danzado alrededor de sus muertos. En las regiones más apartadas de la costa del Pacífico, y a las orillas de los ríos en el Chocó todavía se baila en el velorio de los niños muertos al nacer. Esto ha sido un tema de escándalo para los civilizados, quienes juzgan como salvajes dichas manifestaciones del espíritu del negro. En verdad la vida moderna ha acabado rápidamente con determinadas costumbres auténticamente de raza negra.
No podía ser de otro modo cuando el negro vive la vida de hoy, con gentes de hoy, la mayoría formados según el ritmo de la civilización europea. Pero sí existen marcas indelebles de la influencia negra en la música americana. Y especialmente en lo relacionado con nuestro tema del baile, es el ritmo negro el que está imponiendo por todas partes.
Una fiesta en las regiones negras
Son regiones tropicales, el ambiente invadido de un calor sofocante, de una risa ruidosa, una alegría permanente. El negro mira ansioso el almanaque y le parece que los días se van yendo muy despacio, porque no llega pronto el día de la fiesta patronal. En realidad fiestas hace el negro en todo momento.
Trabaja duro y comienza a mandar hacer una serie de vestidos de vivos colores. Contrariando su temperamento trata de ahorrarse unos pesos para gastarlos en licor y baile exclusivamente. Podría no comer. Pero lo que es su trago sí se lo toma, y se emborracha y grita y pelea.
Por fin se presenta el primer día de fiesta y toda la población se vuelca en las calles. Suena la música tocada por todos en todos los puntos cardinales de la población. Los niños al paso de la “chirimía”, son los primeros en empezar a bailar, con la perfección que lo hiciera una persona mayor. Por la noche salen en algunos lugares de población negra, las denominadas vacas locas. Estas son de un esqueleto de madera en el que se destacan la cola de una rama con espinas, y la cabeza con cuernos forrados en tela, embreados, o empapados de gasolina. En las primeras horas de la noche se suele hacer un paseo amenizado por la música y la gente alrededor de la vaca cuyos cuernos encendidos iluminan todo, gritando y bailando.
Prácticamente es un carnaval. Porque luego salen comparsas representando a uno y otro barrio, comparsas de muy buen gusto, que dan la tónica de la viva imaginación de esa gente para crear miles de fantasías, tocadas de excelente humor y de risa perpetua.
Y es precisamente el espíritu carnavalesco lo que hace que el baile sea para esta gente alegre una de sus diversiones fundamentales. No puede haber una fiesta, por sencilla que se la desee, donde no figura como punto principal el baile; aun cuando unas tres horitas de baile.
Baile negro
La última vez que vimos un baile negro fue en enero. Fue de lo más popular y por tanto de lo más auténtico. Era una sala inmensa, profusamente iluminada, llena de aire. En uno de los ángulos estaba la cantina, repleta de cerveza, aguardiente y ron. Al entrar a aquella sala, instantáneamente comenzaba la embriaguez, pues era tan penetrante el aire alcoholizado y tan envolvente el mirar de la morena zigzagueante.
Tenían allí un tocadiscos con todas las piezas bailables de última moda. Pero a eso de las nueve de la noche fueron llegando los músicos del pueblo. El de la tambora fue directamente hacia la cantina y con su risa ancha, maliciosa, se hizo servir un trago triple de aguardiente; lanzó un chillido de júbilo y se arrellanó en un asiento de cuero colocando su tambora sobre los muslos disponiéndose a tocarla tan pronto como el del barítono, un instrumento y músico viejos, comenzara a tocar:
Yo vi una araña con pelo, yo vi una araña con pelo, en el alar de mi casa…
La araña te va a picar; agárrala por detrás. La araña te va a morder, sujétala por los pies.
Reunidos los músicos, clarinete, barítono, tambora, platillos, requinto, se tejió el baile. Había unas seis muchachas negras dominando el panorama. Una tenía vestido rojo, los labios pintarrajeados de un carmín rojo también. De otra se destacaba el vestido de crespón azul marino, adornado de blanco, y zapatos blancos; se le notaba la cara empolvada y las mejillas muy suavemente rosadas; tenía unos ojos de víbora esta mujer. Bastaba verla de paso para que el relámpago de su mirada hiriera certeramente al más frío de los mortales.
Las demás también eran graciosas. Todas de cuerpos ágiles. Los hombres tomaron cada cual su pareja y la música rodaba, haciendo cimbrar el entablado, las paredes, el cielorraso. La del vestido rojo ya estaba sudando por todos los poros. Sus pies se deslizaban describiendo telas de araña en el piso, mientras curvada en equilibrio perfecto hacia atrás, la bailarina movía la cabeza, los brazos, los músculos, los omoplatos, y la cadera ondulante, produciendo la impresión d e multiplicarse. Lo mismo, con diferencia de sexo, hacían los hombres. Había además mucha gente observando el baile. De pronto cesó la música, mientras “los maestros” se arrimaron a la cantina para tomarse grandes tragos de aguardiente. Reían a carcajadas todos y luego empezaba nuevamente la música. Podía ya no ser “La araña”, pero sí era:
El vaquero va cantando una tonada y la tarde va muriéndose en el río.
A la espalda lleva el sombrero cuando va cantando el vaquero.
Lo acompaña siempre un lucero, cuando va cantando el vaquero…
Y dentro de estas frases sencillas, sencillísimas, pero de hondo contenido porque expresar la sencillez del alma del pueblo que las crea, las canta, las baila, se van desgranando las horas y desocupando las botellas. Nadie se acuerda de los compromisos mientras la mujer negra está respirándole junto, agitada, sudorosa, interpretando con maestría los ritmos del “vallenato”, la “cumbia”, la “rumba”. Porque para el negro, lo fundamental, ya que la vida es tan amarga, es poder expresar siempre su alegría ruidosa. Llenar todos los espacios con su risa franca. Y aunque se considere a esta raza indolente, ella sabe que no lo es, sino que procura sobrellevar los golpes haciéndoles frente con su canción.