
Por Julio César Uribe Hermocillo
Tomado de https://miguarengue.blogspot.com/
Unos dicen que 120. Otros que 130. Que 140 dicen otros. Las cifras varían -según quien las diga- cuando se trata de contar los muertos ajenos. Como en este caso, cuando se trata de llevar la cruel contabilidad de los homicidios ocurridos en Quibdó durante el año 2020.
Una contabilidad cuyo haber diario frecuentemente aterra y espanta, incluso a las autoridades, que cada tanto entienden que, aunque sea solamente eso lo que hagan, tienen que decir algo. Y entonces vuelven a hacer los mismos anuncios de siempre, que concluyen siempre en lo mismo: en nada.
Y repiten las promesas de la vez anterior sin tomarse ni siquiera el trabajo de renovar las palabras, para que lo que dicen no parezca una grabación o un cuento viejo mil veces contado o un discurso vano mil veces echado; un cuento y un discurso repletos de epítetos inocuos frente al mal que con ellos se descalifica; un cuento y un discurso hechos de lugares comunes y adornados teatralmente con vacuos gestos de autoridad, de una autoridad que ellos saben que no tienen, por lo menos en esta materia y en este lugar.
Duele Quibdó. Con un dolor lacerante, que convierte el alma en un reguero de cosas malucas, tristes, desesperanzadoras. Un dolor que no cesa, un dolor agudo, un dolor punzante. Un dolor cuyo único paliativo es un placebo: rememorar los tiempos en los que a los niños nos regañaban por cerrar las puertas de las casas, que se abrían desde que la gente se levantaba y se cerraban cuando se acostaban, en muchos casos solamente con una tranca de palo o una endeble aldaba.
Cuando el robo de una gallina, para un sancocho de borrachos de amanecida o para la jugarreta de unos escolares en vacaciones, era el acontecimiento judicial del mes. Cuando robar marañones, zapotes, guamas, lulos o guayabas del solar vecino era más una aventura que un delito. Cuando la vida era sagrada, literalmente, a pesar de la pobreza y otros males.
Duele Quibdó. Y el dolor aumenta a niveles de agonía cuando uno recuerda que así, en un estado que los mayores llamaban santa paz, eran las cosas en Quibdó hace nomás 50 años; aun con los estragos del incendio de octubre de 1966 y las graves carencias que condujeron a la llamada huelga de agua y luz, de agosto de 1968. Porque, aunque había grandes sectores de la población que carecían de todo, las soluciones de sangre nunca fueron la salida.
Y entonces uno se pregunta a qué horas este pueblo grande metido a ciudad se convirtió en esta vorágine dolorosa, en este melancólico Far West. En esta mezcla desproporcionada y espeluznante de comuna medellinense, bonaverense y caleña, en donde las puertas y ventanas se cierran en cuanto oscurece, para dar paso al pánico, que ocupó el lugar de la música, de los sueños y del silencio. En esta desgracia inmerecida en virtud de la cual, poco a poco, cada quien tiene un muerto por quién llorar, un desterrado a quién extrañar, una vida por la cual temer, un silencio qué guardar para evitar problemas, una rabia y una impotencia que toca saber manejar para disminuir el envenenamiento del alma.
Y entonces uno se pregunta cómo y por qué las autoridades, que viven de pregonar lo contrario y fueron creadas para evitar que pasara lo que pasa, permitieron que en Quibdó esto llegara hasta donde ha llegado. Y cómo y por qué la gente, cuando de votante ejerce, elige, vuelve a elegir, reelige y vuelve a reelegir, a quienes ellos mismos llaman “los mismos con las mismas”, que son quienes no han podido impedir que esto que pasa -y que duele tanto- siga pasando y doliendo.
Quizás nunca sabremos cuántos son realmente los muertos. Cuentan en los barrios que hay muertos que mueren sin que nadie sepa que murieron y que desaparecen después de muertos, como si nunca hubieran estado vivos. Y al número de muertos que finalmente se establezca habría que añadirle los muertos en vida, que son quienes padecen la zozobra cotidiana de saber que, en cualquier momento y sin razón válida alguna, más pronto que tarde, una bala -perdida o no- puede alcanzarlos y quitarles la vida.
O mandarlos a la otra vida, como suelen decir quienes, ahora prevalidos de su condición de dueños y señores de la vida, tienen como profesión en la vida quitarle la vida a los demás.