Crónicas y anécdotas de Álvaro Paz Cañadas (III)
Reproducido por Neftalí Rengifo Yurgaqui

“Hemos escuchado miles de veces la afirmación de que los gatos tienen siete vidas y es bien conocida por todo el mundo, aunque la razón que se esconde detrás, es más difícil de saber. Hay muchas teorías que tratan de darle una explicación a este mito, algunas más fundamentadas y otras menos. En la civilización egipcia se basan las dos primeras teorías y, de hecho, son las más aceptadas.
La primera de ellas tiene que ver con el concepto oriental y espiritual de la reencarnación que explica que, al morir una persona, su alma se traslada a otro cuerpo o a otra vida y que esto puede suceder en múltiples ocasiones. Como los egipcios adoraban a los gatos, se cree que estos tenían la convicción de que era el único animal que compartía esta capacidad con el hombre, y que al terminar su sexta vida, en la séptima, ya pasaría a reencarnarse en forma humana.
Otra teoría se inclina por pensar que los gatos son criaturas con poderes mágicos, capaces de percibir un nivel sensorial mucho más avanzado que las personas. De hecho, se dice que tienen siete niveles de conciencia. Algunos aseguran que son alienígenas entre nosotros. Aunque también se cree que, como los gatos han sido sagrados en muchas civilizaciones, se le atribuyó el número 7, el de la suerte, para representarles dentro de la numerología.
Sea como fuere, lo que está claro es que, si al gato se le siguen atribuyendo tantas vidas, es muy probable que sea por sus extraordinarias cualidades físicas que le ayudan a esquivar a la muerte.
Gracias a ello, los michi o michín, como se les llama cariñosamente, son capaces de saltar distancias diez veces superiores a la longitud de su cuerpo e incluso de caer siempre de pie.” – Recordemos la canción de “El Gato Volador” o la famosa mención morbosa de “Michín volando”.
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Los gatos tienen siete vidas:
El que mata un gato tendrá siete años de ruina y arroz con loro
Crónicas y anécdotas de Álvaro Paz Cañadas (III)
Siempre hemos oído decir que los gatos tienen siete vidas. El que mata un gato tiene siete años de ruina. Eso decía Mamanita (Ana Rosa Arriaga Garcés) mi abuela, y mi mamá se lo recordaba a mi papá.
El primer almacén veterinario que existió en Cartagena, por la época de la segunda guerra mundial, estaba ubicado en la Calle del Porvenir en la segunda casa de la esquina, después de atravesar la Calle de la Soledad. Es una casa de dos pisos de estilo republicano y las puertas que tenía el almacén eran de las llamadas corredizas, porque estaban construidas de varillas de hierro que se juntaban al abrirlas, y al estar cerradas, servían de mostrador al poder mirar al interior del local.
Por aquella época existían muchos gatos que deambulaban en las noches por las calles, techos y tejados. Debido a las puertas del almacén que mi padre (Emiro Paz Arriaga) tenía, era visitado todas las noches por los gatos que se metían por el enrejado en busca de ratones y ratas, y no faltaba un día en que dejaban sus orines y excrementos sobre las vitrinas y escritorios de las oficinas de mi papá.
Por esa época mi abuelo paterno vino a vivir con nosotros, ya que mi abuelita vivía en la casa, después de terminarse la Guerra de los Mil Días y de haber trabajado con los gringos que explotaban las minas de oro y platino en Andagoya y otras partes del Chocó. Ante el problema con los gatos dañando papeles y mercancías, mi abuelo le sugirió a mi papá que pusiera tarros y cachivaches medio amarrados en las puertas del almacén, para que asustara a los gatos cuando al tratar de pasar los tumbaran y, con el estruendo, los haría huir.
El sistema funcionó al principio hasta que los gatos aprendieron a esquivar los tarros y siguieron meando y cagando en el almacén. Entonces mi abuelo le dijo a mi papá que le diera un poco de arsénico para preparar unos cebos con carne, pero pondría poca cantidad del veneno, que solo los enfermaría.
Cuando mi abuelita vio a mi abuelo preparando sus cebos, le dijo: el que mata un gato tiene siete años de ruina. Mi abuelo se echó a reír y preparó sus cebos. Por la noche cuando cerraron el almacén, los colocó, y al día siguiente encontraron trece gatos muertos regados por todo el lugar. (13: otro número cabalístico)
Yo, que ya había aprendido las tablas de multiplicar, y al acordarme de la sentencia de mi abuelita, hice las cuentas y hasta ahora estoy esperando que se cumpla el plazo, ya que desde entonces, en todo negocio que se metió la familia ha terminado en ruinas.
Por esos días de la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno dio la orden de apagar las luces cada vez que oían el ruido de un avión sobrevolando la ciudad. Para ello, hacían sonar una sirena y todo el mundo apagaba las luces de las casas. Lo mismo ocurría en las calles y todo quedaba a oscuras hasta que nuevamente sonara la sirena indicando que ya se podía volver a encender las luces. También por esos días pasaban sobre la ciudad los dirigibles de los Estados Unidos. Los tripulantes tiraban unos paqueticos que la gente recogía. Esos paqueticos resultaron ser unos chicles adheridos a un cartoncito que tenían las fotos de los jugadores de béisbol de los jugadores gringos.
Como había la preocupación por la guerra, se corrió la voz de que esos chicles estaban envenenados y se prohibían que se masticaran. En cambio con los cartoncitos con la foto en colores de los jugadores de béisbol, nació una especie de juego entre los muchachos, que consistía en intercambiar los cartones de los jugadores repetidos y se hacían álbumes con ellos. (El Panini de la época)
Con el chicle, como no se podía meter a la boca, se hacían bolas, con trapos y cordel, que servía para jugar una especie de béisbol en donde el bate era el brazo derecho o izquierdo con los dedos de la mano empuñados, para pegarle a la pelota. Para darle más duro a la bola, se envolvía un pañuelo mojado o un pedazo de trapo alrededor del puño, y así se lograba, muchas veces meter un jonrón.
Mi abuelo trajo de la Guerra de los Mil Días, su espada, un revólver, su uniforme y una escopeta, ya que llegó a ser capitán. Como no tenía nada que hacer en Cartagena, se iba de cacería para la Ciénaga de la Virgen y por la noche llegaba con un costal lleno de loros y a esa hora mi abuelita ponía a las sirvientas (no sé por qué había tantas sirvientas en la casa), a calentar agua y a desplumar loros. Freían varios de ellos para el abuelo, que después de bañarse, se sentaba a comerlos y a contar historias, y los nietos lo rodeaban a oírlo y velarle su comida; entonces decía. Friten más loros para los muchachos y el resto déjenlos cocinar bastante para que ablanden porque están muy duros, porque mañana todo el mundo comerá arroz con loro.
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Más crónicas y anécdotas de gatos
“Exportación” de gatos
Cuando el Ministerio de Sanidad decidió acabar con los mosquitos, zancudos, cucarachas, piojos, pulgas, chinches, niguas, alacranes, arañas y otros bichos que afectaban al país, encontró que la mejor forma era fumigar con DDT todas las zonas donde esas plagas andaban.
Cuando la fumigación llegó a Cartagena del Poniente, yo recuerdo que mi papá hacía abrir todas las puertas de la casa que daban a la calle para que, cuando pasara el camión de la fumigación, entrara bastante producto en forma de neblina. Inclusive, daba alguna propina a los trabajadores de la fumigación para que se detuvieran unos minutos más frente a la casa y echaran dentro, más neblina.
A Quibdó también llegó la fumigación, pero sucedió que allá, parece que la dosis de DDT fue más fuerte, hasta el punto que acabó con todos los gatos. La ciudad se vio de pronto llena de ratones y de ratas tan grandes, que por allá las llamaban chuan. Se estaban volviendo locos con tantos roedores, que los parientes le escribieron a mi papá pidiendo auxilio para que les enviara gatos.
Fue así como se originó una gran cacería en la casa de mi papá en Cartagena. Para ello, mi papá dio la orden de abrir las puertas y ventanas que daban a la calle y colocó comida para atraer a los gatos.
Detrás de las puertas y ventanas se ponía a la servidumbre para que, cuando los gatos entraran, cerraran rápidamente las puertas. Cuando esto ocurría, se formaba una algarabía con los gritos de todos nosotros en la casa al tratar de capturarlos. Empezaba un correcorre por toda la casa y todo el mundo se armaba de sábanas, costales, baldes o lo que fuera para agarrar un gato. Era tanto el alboroto que formábamos en esa cacería que, al día siguiente, los vecinos intrigados, preguntaban que qué había pasado. Mi papá había dado la orden expresa de no contar a nadie lo que ocurría de noche en la casa y cuando los vecinos insistentes preguntaban, les decíamos que habíamos estado jugando al escondite, o se había encontrado un nido de ratas, o que por las cañerías se había metido una y entonces todos nos poníamos a corretearla hasta atraparla.
Una vez capturado un gato, mi papá había mandado a construir una especie de guacales en donde se metían los gatos capturados y al día siguiente salían directo para el muelle de La Bodeguita, o sea el que queda al frente de la Alcaldía y que era el sitio en donde atracaban los barcos de cabotaje que viajaban al Chocó.
Así se inició el envío de gatos a Quibdó que repoblaron el municipio que había quedado desierto (de estos felinos) por los matados con el DDT, hasta que en el vecindario en donde vivíamos empezaron a notar su ausencia y, para evitar mayores investigaciones, se suspendió la cacería y esto acabó con la “exportación”.