
Por César E. Rivas Lara.
En el homenaje de la Academia de Historia del Chocó a Jesús A. Lozano Asprilla y César E. Rivas Lara
Protocolo: Señor Presidente de la Academia de Historia del Chocó, Doctor Mario Serrato Valdés; Doctor Augusto Cicerón Mosquera Córdoba, Coordinador de eventos; señores Miembros de número y correspondientes de la Academia; Doctor David E. Mosquera Valencia, rector de la UTCH ‘Diego Luis Córdoba’; señores de la mesa directiva; invitados especiales y asistentes en general: mi saludo cordial para todos.
Textos:
Al fundirse en un solo acento mi cariño con la munificencia de la Academia de Historia del Chocó, entidad organizadora y oferente de este acto honroso, confieso que no me ha sido fácil encontrar las palabras ilocutivas que me basten para transmitirle las expresiones de nuestro agradecimiento; sin embargo, comienzo diciendo que desprenderse de sí mismo un instante, para pensar en los demás y justipreciar su tránsito por el mundo, es un gesto de nobleza, al cual se corresponde con el sentimiento sincero de la gratitud.
“La gratitud no solamente es la más grande de las virtudes sino la madre que engendra todas las demás”, repetía en sus discursos, el gran orador romano Marco Tulio Cicerón, cuando defendía la libertad y los valores de su república contra los antivalores de sus adversarios.
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En esta ocasión hablo en nombre propio y en el de Jesús A. Lozano Asprilla, quien por razones de salud no pudo estar presente, pero delegó en mí su representación. Merecida es esta exaltación para quien fuera miembro-fundador de la Academia de Historia del Chocó y su primer presidente; socio fundador de la Universidad Tecnológica del Chocó, gran impulsor de su causa, Coordinador y líder del grupo ”Festival del Retorno”–que le dio nacimiento a la Universidad–y primer rector de la misma, al frente de la cual realizó una importante labor, digna de recordación; de allí deriva la simpatía ardiente que despertó alrededor suyo.
De su trayectoria vital, su ideario, realizaciones y enaltecimientos, nos da cuenta oportuna el libro titulado: “El “Gran Chucho Lozano”, de la autoría del educador, abogado y columnista, Neftalí Rengifo Yurgaqui.
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Yo también fui miembro fundador de la Academia de Historia del Chocó y formé parte de su primera junta directiva. Cómo olvidar ese sábado 13 de diciembre de 1986, cuando en la biblioteca de la Casa de la Cultura de Quibdó: “Jorge Isaacs”, se dio por fundada la Academia, como órgano consultivo del Chocó, custodio, preservador y defensor del patrimonio histórico y cultural del departamento. La sesión solemne fue presidida por la gobernadora de entonces, doctora Eva María Álvarez de collazos, como miembro honorario de la misma y contó, desde luego, con la asistencia de los miembros de número y miembros correspondientes; asimismo, de la compañía de invitados especiales. Aún recuerdo hoy, como si fuera un ayer reciente, esa primera junta directiva de hace 36 años:
Jesús A Lozano Asprilla, Presidente; Miguel A Caicedo Mena, Vicepresidente (fallecido), Carlos Arturo Caicedo Licona, Secretario General; Marco Tobías Cuesta Moreno, Vocal (fallecido); Neftalí Mosquera Mosquera, Vocal (fallecido); Nicanor Mena Perea, Fiscal (fallecido) y César E Rivas Lara, Tesorero.
Hoy la Academia de Historia del Chocó se remoza y se nutre de nuevos valores que surgen a la vida como sujetos laboriosos que habrán de conjugar su prestigio personal, su vocación de servicios y su desempeño, con el perfil social y cultural de sus representados, marcando cada paso con un nuevo logro y una nueva dignidad. Ello, habrá de llenarlos de emoción y satisfacción espiritual por el deber cumplido, pues la vida no vale tanto por sí misma sino por la emoción y la satisfacción que caben en ella. En cuanto a mí, también he de decir que fui profesor fundador de la Universidad del Chocó y formé parte de los 24 profesores que iniciamos clases, en el Colegio Carrasquilla, un 7 de marzo de 1972 con un total de 208 estudiantes. Dirigía el colegio, el profesor José Auro Torres Girón, quien con gran espíritu patriótico, facilitó sus instalaciones, cuando muchos incrédulos se anticipaban a sentenciar la universidad al fracaso.
Serví a la universidad durante largos años con la misma dedicación y el mismo entusiasmo de los duros comienzos, hasta cuando llegó mi momento y hube de retirarme de la actividad docente; lo hice con la satisfacción del deber cumplido, pero sin desvincularme de la institución, para seguirla sirviendo, desde mi tiempo libre, de otra manera.
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Mi vida ha girado en torno a la educación y los libros. Desde temprano tuve bien claro en la mente y entendí que existe un primer deber en la vida, cual es educarse; que educarse es hallar una interpretación de la vida y del mundo; hallar en esa interpretación la fuente del deber hacia sí mismo y hacia los semejantes; y elaborar ese deber en una serie de relaciones coherentes que garanticen la convivencia social en un alto plano de conciencia. Entonces, me propuse aprovechar al máximo mis años de juventud y sacarle el mejor provecho a través de la consagración al estudio.
Me hice educador para contribuir con mi concurso en la formación de jóvenes promisorios para un mañana mejor de la patria.
Mi experiencia de muchos años me ha enseñado que un joven está por la situación de quien ve abrirse delante de sí una espiga de rutas y pude elegir, sin prejuicio, aquella que le descubra un horizonte, más azul, más amplio y más luminoso.
Hablo de los jóvenes, porque en ellos reside la esperanza de una generación que enarbola los estandartes del cambio el progreso y el desarrollo de los pueblos.
La juventud es, en síntesis, la iniciación de una nueva vida; durante ella el espíritu está apto a la receptividad y la iniciación como la primera mañana del mundo. Todo nos apasiona, todo nos interesa y el corazón se abre a las emociones perdurables. La juventud despierta la inteligencia al mundo de los conceptos y con ella se siente la fuerza suficiente para transformar la sociedad y el mundo a manera de sus sueños.
No sé si estoy equivocado, pero pienso que las grandes decisiones no se toman sino en la juventud, que es cuando se forman las ideas y se disfruta de un organismo sano y vigoroso, y cuando los problemas de la vida cotidiana no han tendido delante de nosotros su densa cortina sobre el horizonte.
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Mi otra pasión la encontré en los libros. Muy joven empecé a escribir. He escrito y publicado muchos libros, los cuales se orientan a servir al Chocó, desde mi campo de formación: a pregonar sus virtudes y promulgar sus posibilidades; y, de manera cardinal, a resaltar el valor intelectual de sus mejores hombres, para que los imitemos en el ejemplo insigne y en hacer apreciable por los colombianos su aporte fecundo, como edificadores de patria, y cómo muchas veces el país se ha sesgado para desconocernos, según sus intereses y conveniencias. Los he escrito, cumpliendo un deber de conciencia, siendo fiel conmigo mismo, sin pensar en humos de incienso, ni en figuraciones fantasiosas e inútiles y memos para agradar a los demás, porque bien sé que cuando el tiempo apremia y el mundo está lleno de tempestades y relámpagos, se necesita mucha presunción para escribir un libro destinado al aplauso de los hombres.
Para mí los libros son letra iluminada, que con el poder comunicante de la palabra, pueden cambiar nuestra visión del mundo y de la vida; son como los árboles centenarios, cuyas hojas guardan la memoria de grandes acontecimientos de la historia y la cultura de la humanidad. Los libros cobran vida en la palabra, que dimana de la idea y la idea nace del pensamiento; el pensamiento encuentra su cauce en el lenguaje y sin el lenguaje el pensamiento estaría muerto en el fondo de la conciencia.
Un libro, por elemental que parezca, guarda, por lo menos, una enseñanza aprovechable; basta con que refleje un estado particular de ánimo y deje una huella, para que tenga interés humano; y según el apotegma latino:” “Todo lo que es humano apasiona al hombre, porque el hombre es, por excelencia, un ser humano.” Es por ello que el hombre, como los libros, también debe dejar huella en el tránsito de su peregrinaje. ¿Entonces, para qué se esfuerza toda una vida sino es para trascender y dejar una huella que lleve el timbre imborrable de lo humano? Esto es comprometerse con la vida y darle significado para ésta tenga verdadero valor; de manera que cuando pasen los días y los años, y ya para internarnos en las sombras eternas, volvamos los ojos al pasado, tengamos la satisfacción de no haber vegetado sino de haber vivido intensamente la vida. Lo que no tiene significado alguno es llevar una vida fácil, sujeta al ocio, a la angustia, al contratiempo y al desengaño, con el solo objeto de procurarnos el pan de cada día. Ello equivaldría a andar y andar sin rumbo fijo bajo un cielo gris, ante un horizonte ilimitado.
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Creo haber dado cumplimiento al precepto árabe que impone al hombre tres deberes primordiales: sembrar un árbol que dé flores y frutos; engendrar un hijo que prolongue la estirpe y escribir un libro que se replique y abra sus páginas a las puertas a la cultura y el saber. El apotegma así referido es, indudablemente, el prenuncio de La metáfora de la siembra, como he titulado esta introspección.
Hablo de la metáfora, porque como seres humanos pensamos y hablamos constantemente en metáforas y las empleamos de manera recurrente sin darnos cuenta de su importancia. Cualquier actividad que emprendamos, por insignificante que parezca, en la que pongamos todo nuestro empeño y nuestra voluntad; a la que entreguemos nuestra energía, nuestro esfuerzo y dispongamos del tiempo necesario para realizarla, es un acto de siembra.
Si sembramos amor, recogemos felicidad; si sembramos trabajo, recogemos éxitos; si calamidad, desgracia; si odio, violencia; si afecto, gratitud; si verdad, confianza. Si sembramos vientos recogemos tempestades. La vida es una especie de eco: lo que enviamos es lo que nos regresa. Sembrar para recoger es como dar para recibir; es un intercambio dinámico ¡He aquí la ecuación perfecta de la vida!
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Finalmente creo, que planté y esparcí semillas entre surcos fértiles de la tierra; y hoy veo frutos de esa metáfora de la siembra en las plumas fedatarias de los académicos y escritores, mis amigos: Fidel Bejarano Martínez y Luis Alberto Mosquera Bonilla, quienes han escrito cada uno un libro sobre mi vida y obra. El primero titula :César Enrique Rivas Lara “El Mesié”, un ícono insoslayable de la literatura; el segundo es: “Sabor de patria: César E Rivas Lara, un prócer literario”.
Para ustedes, Fidel y Luis Alberto, felicitaciones sinceras de mi parte, por haber convertido en realidad un proyecto que nació de la espontaneidad, la valoración y el aprecio hacia quien fuera su maestro, al considerar que algo he aportado al certamen universal de las letras y la palabra. Felicitaciones también, porque en estos tiempos de invierno, me han hecho comprender–ahora más que nunca–con la pedagogía sencilla de sus textos, que mientras haya vida y exista un motivo para vivirla, no muere la esperanza.
A la Academia de Historia del Chocó: Salud y tiempos florecientes;
A la universidad del Chocó, dirigida por el doctor David E. Mosquera Valencia, le deseo días de bienandanza, logros y prosperidad:
Al Colegio Carrasquilla, del cual soy bachiller, llamado “Alma Mater de la cultura chocoana”, mis votos porque siga alimentando con el conocimiento el espíritu de los jóvenes chocoanos y también continúe siendo la antorcha y el mirador de sus destinos.
A los asistentes a este acto, mi complacencia por su amable y generosa compañía:
Muchas gracias por su atención!
César E Rivas Lara
Quibdó, mayo 25 de 2022