Por Julio César Uribe Hermocillo.
Tomado de https://miguarengue.blogspot.com/2022/08/la-balsa-del-negro-desembocadura-de-la.html
Rucios los cuerpos, rojos los ojos y arrugados los dedos, alborotadas la sed y el hambre, así regresábamos a nuestras casas después de tantas horas de sol y agua, de magia y alegría, que únicamente eran posibles por la generosidad del Negro, que nos prestaba aquella balsa. Viajar por la quebrada La Yesca, cuyo cauce surcaba de oriente a occidente un amplio sector del antiguo Quibdó, era uno de los placeres máximos y de las más entretenidas diversiones que uno podía tener en las vacaciones escolares.
Estos paseos aguas arriba tenían como puerto final un punto cercano al nacimiento de La Yesca, unos canalones de peña pura en donde el agua era más fría que la de una nevera y más limpia que la de cualquier acueducto. De allí nos teníamos que devolver y emprender el regreso, no solamente por la hora -que calculábamos mirando al cielo-, sino porque de ahí en adelante el cauce se estrechaba tanto que ya la balsa no cabía. Decenas de lavanderas, que respondían sonrientes nuestros saludos, se hallaban siempre en estos contornos, donde el acceso al agua era expedito y amplios eran los espacios para tender la ropa al sol y así tenerla seca al final de su jornada. Posteriormente, se establecieron en el área varias instalaciones de los Misioneros Claretianos y una piscina cuyos trampolines eran tablones de madera rústica y que llegó a ser uno de los sitios de diversión más concurridos de la ciudad; aunque siempre hubo quienes pensaran que era raro ir a bañarse allí, pagando, en lugar de seguir haciéndolo gratis, como toda la vida, en La Yesca, La Aurora, Montefrío, Duatá, Guayabal, La Cascorva, Cabí, Tanando, Samurindó o Beteguma.
El punto de partida de aquellas excursiones por la quebrada La Yesca era una orilla fangosa de Chambacú, en la confluencia de la carrera quinta con la Calle de las Águilas, entre la casa de la Señora Niza Flórez y la casa de la Señora Benedicta Mena, donde nuestro amigo el Negro dejaba amarrada la balsa de cinco troncos, de unos cuatro metros de largo cada uno.
Cinco o seis muchachos que no alcanzábamos los quince años, más de la mitad de los cuales no pasaban de ser meros aprendices autodidactas de natación, nos acomodábamos en aquella balsa y desde ahí, desde nuestro propio vecindario, emprendíamos la navegación hacia la media mañana. Usualmente, no llevábamos más que lo que teníamos puesto, que era una pantaloneta de tela de falla del uniforme de educación física del colegio y una camiseta tan vieja que ya casi nunca la usábamos. De vez en cuando, muy de vez en cuando, envolvíamos en una de las camisetas dos o tres trozos de caña, dizque para la sed, y unos pocos pedacitos de panela, dizque para el hambre, o alguien llevaba un pedazo sobrante de cuca o de pan que devorábamos apenas partíamos.
Remando con improvisados canaletes, que eran en realidad pequeñas tablas de los cajones en los que venían empacados los tomates que desde El Carmen o Bolívar llegaban al comercio de Quibdó, o tablas de cama o de piso o pared de las casas, que habían dejado de usarse por deterioro; e impulsando la balsa con una palanca que también el Negro nos prestaba, dábamos comienzo a nuestro viaje. Nos encantaba pasar por debajo del puente de García Gómez y más si en ese preciso momento estaba pasando un carro y aún más si el carro era una línea o bus de escalera de los que hacían la ruta hacia Istmina. Pasábamos por Chamblún y por el antiguo Polvorín, en donde había una curva bastante amplia y prolongada en la que era inevitable sentir ganas de zambullirnos todos y dejar la balsa al libre gobierno de las aguas.
Allí, en esa curva inolvidable, desde la que se alcanzaba a ver un caserón inmenso al que llamaban El Buque, situado a la entrada de la calle de Belén y antes de llegar a la Escuela Piloto, había una casa grande y bonita de estilo campesino, una parte con techo de zinc a dos aguas y la otra con techo de paja a cuatro aguas. Había tantos árboles frutales, gallinas, patos, pavos, cerdos, azotea de yerbas, que era inevitable que la llamáramos La Finca.
Allí hacíamos estación, para que nos dieran permiso de tomar agua de lluvia de los tanques que tenían en el patio, dentro de los cuales siempre había mates o totumos que llenábamos y apurábamos casi sin respirar, como si viniéramos de caminar en un desierto y no de navegar sobre el inmenso caudal de agua de La Yesca, que era tan grande en aquellos tiempos que había quienes la navegaban a palanca y canalete en sus canoas o con pequeños motores Johnson en sus botes, para salir al Atrato e ir hasta pueblos cercanos o simplemente para salir a pescar en tiempos de subienda.
Con la boca llena del delicioso sabor del agua de lluvia siempre fresca y el de las frutas que en La Finca nos regalaban: guayabas, naranja agria, marañones, una o dos guamas para todos, a veces chontaduro y hasta caimito y zapotes en ocasiones, seguíamos el rumbo.
Pasar por debajo del puente de Las Margaritas también nos gustaba, pero no por los carros, sino por la gente que caminaba sobre nuestras cabezas y por el montón de palos de coronilla que había apenas uno cogía la primera curva después del puente: coronillas a granel, balseando en la quebrada o lloviendo de los palos que el más alto de nosotros movía y agitaba. Y así, en medio de olores rescatables como el de un caldo de pescado que en alguna casa cocinaban para el almuerzo, íbamos llegando al otrora barrio de Corea y a La Esmeralda adentro, donde aún había bastante monte y donde empezaban a angostarse las orillas entre las cuales bajaba La Yesca.
En las partes más limpias de aquel trayecto chapuceábamos y ensayábamos clavados en las más hondas, cuidándonos siempre de esquivar las basuras y detritus provenientes de las casas. Nadábamos prendidos a la parte posterior de la balsa, para impulsarla con el sucesivo movimiento de los pies empujando el caudal. Entre risotadas cómplices por cuanta ocurrencia nos nacía y una gran camaradería, se nos iba pasando el día, de modo que al regreso -con la corriente a favor- navegábamos más de lo que nadábamos o jugábamos, para cumplir con lo prometido al recibir los permisos en la casa y el préstamo de la balsa por parte del Negro: no llegar muy tarde.
De este modo garantizábamos volver a recibir ambas cosas o por lo menos hacíamos méritos para que nos las volvieran a conceder y con ellas a la felicidad de aquel paseo volver a acceder. Casi siempre, cuando llegábamos de nuestras excursiones por La Yesca al promediar la tarde, uno de nosotros se bajaba antes e iba a buscar al Negro, para preguntarle que dónde le dejábamos la balsa y avisarle que ya pronto le traíamos su palanca. El Negro era un tipo tan buena gente con nosotros los pelaos que nos decía que frescos, que la amarráramos ahí detrás de una paliadera, que él ahora iba y la aseguraba.
Todero de oficio, entre sus haberes conocidos el Negro contaba una canoa, una balsa grande y una pequeña, una palanca y dos canaletes, tres varas de pesca, un tarro de anzuelos y plomadas, una atarraya, un machete viejo y otro más nuevo, un hacha con la que rajaba leña, una carreta de madera en la que cargaba de todo y cuya rueda estaba forrada con un pedazo de llanta de carro. También tenía un martillo y una barra de uña, un serrucho pequeño y una sonrisa grande de dientes brillantes e incompletos.
Siempre nos pareció que el Negro sabía hacer de todo, pues de todo lo vimos haciendo: era carpintero cuando cambiaba tablas de los pisos o paredes de las casas, o cogía goteras de los techos; pescador cuando llegaba en su canoa o en la balsa con sus grandes ensartas de sardinas o pescados; agricultor cuando aparecía con plátanos, bananos, cocos, maíz, lulos, zapotes y badeas, por la calle en su carreta o en su champa por el agua; fabricante permanente de juguetes artesanales: zancos de madera y pistolas de triquitraque; chicharras infalibles y varitas de pesca para niños pequeños; avioncitos y barquitos de papel, que volaban los unos y los otros no se hundían; caucheras infalibles y divertidos dameros; lámparas de tarro de leche Klim para las noches sin luna; y así, ad infinitum, como si no existiera en el mundo algo que él no supiera hacer, arreglar o fabricar.
Un talento insuperable para la elaboración de barriletes de todo tipo y tamaño también distinguía al Negro: barriletes comunes, de dos tamaños, según la estatura del dueño; mesas o barriletes grandes; vacas o barriletes inmensos para muchachos grandotes o adultos; aviones, cajones y cometas. A cada tamaño y modelo correspondía un número de varillas en el esqueleto. A veces, el Negro ni siquiera les cobraba a los niños y muchachos por fabricarles sus barriletes. Bastaba que uno le llevara el papel seda, tela para la cola e hilaza para que él asegurara el esqueleto y entramado del barrilete.
Entre varios se compraba una cajita de maicena o un poco de almidón para que el Negro hiciera el pegante necesario y pudiera así forrar el barrilete. Él mismo cortaba, labraba y pulía las varillas de guadua requeridas, según tamaño y grosor que solamente él sabía y decidía. También, sobre todo en el furor de la temporada de vientos, el Negro solía hacer barriletes sin que nadie se los hubiera encargado y a estos les ponía un precio según los quisieran con o sin la madeja de hilo. Siempre, sin falta, los vendía. Era un gusto verlo trabajar en eso y a él no le molestaba con tal de que el corrillo que le hacíamos no le estorbara en su labor. Admirables eran su paciencia y su dedicación de artesano antiguo, las cuales ya quisiera uno para las tareas de la vida. Su ceño fruncido destacaba en su cabeza rala, como sus hábiles manos sobresalían de su cuerpo menudo y macizo.
Aunque lo veíamos todos los días, nunca supimos cuándo el Negro se convirtió en ayudante oficial del siempre dicharachero Kike Valdés, uno de los dos o tres técnicos que arreglaba radios y televisores en Quibdó y que se había convertido en una especie de leyenda en cuanto a los complicados menesteres del montaje de antenas domésticas de televisión. El número de casas en donde había televisor había empezado a aumentar a principios de 1973, cuando se inauguró el servicio de luz eléctrica por interconexión y se introdujeron los créditos de fácil acceso y pago por cuotas para adquirirlos. Las antenas eran unos artefactos de varillas de aluminio que en aquel pueblo que entonces era Quibdó solo captaban la señal que la repetidora de Chocontá enviaba hasta el Alto de la Sirena -en el punto conocido como El 20, en la carretera de Antioquia hacia Quibdó- si se las acomodaba en la punta de una guadua de por lo menos diez metros de largo, que entre Kike y el Negro izaban, fijaban en tierra, aseguraban y después cuadraban hasta que la señal entraba trayendo júbilo al barrio entero, pues los televisores eran aparatos de disfrute colectivo alrededor de los cuales patotas de amigos se reunían en las casas.
El Negro no tenía edad. Para nosotros -los niños y jovencitos que éramos sus amigos- sí era mayor, pero no tanto como para ser un señor, por ejemplo, un tío. Más bien parecía un primo grande, aunque no tan grande pues su estatura no era mucha. Alguna vez, de tanto insistirle, nos dijo su nombre y nos contó que él creía que ni siquiera toda la gente de su familia lo sabía o lo recordaba. Mamá Vito, su abuela, era la única que con ese nombre a veces lo llamaba.
De resto, hasta para su hermana Otilita y para todo el que lo conocía en aquel vecindario grande que aún era Quibdó, el Negro era el Negro, así nomás, siempre sin nombre de pila. Y así ha permanecido con los años en la memoria de aquellos muchachos felices que -desde el pampón de Chambacú- con sus barriletes perfectos tocamos algún día el cielo y saludamos a las nubes con un mensaje escrito en un fragmento de la hoja arrancada de un cuaderno de la escuela.
Así se ha perpetuado en la memoria de aquellos intrépidos navegantes que -gracias a su generosidad- cruzamos mil veces La Yesca en la balsa del Negro, quien se esfumó de nuestra vista del mismo modo como en algún momento desapareció de Quibdó el encanto de aquella quebrada en cuyas aguas frescas tantas veces se bañó la infantil felicidad de nuestras vidas.