Por Robert David Arboleda
En plena época en la que los tambores deberían sonar con alegría y el corazón de cada chocoano latir al ritmo armónico de la música, es doloroso presenciar lo que vive hoy Quibdó, la capital del Chocó. El tejido social de Quibdó se ha venido deteriorando frenéticamente, y poco a poco vamos enterrando la esperanza de que algún día pueda llegar el cambio.
Los homicidios que han estado azotando a la capital chocoana no son algo nuevo que nació ayer; la situación sigue empeorando cada vez más. La falta de oportunidades laborales, la pobreza en la que está sumergido nuestro departamento, la carencia de un sistema educativo sólido y la escasa presencia del Estado colombiano en ciertas partes del Chocó —todo esto, junto con muchas otras carencias— ha permitido que el crimen organizado, la venta de drogas y otras actividades delictivas se apoderen de nuestros jóvenes en la capital. Lo que antes era un lugar de resistencia civil, hoy —o, mejor dicho, desde hace muchos años— está manchado por una violencia que no parece tener fin.
En la superficie de todo lo que ocurre en Quibdó, solemos enfocarnos en las pandillas y los grupos fuera de la ley, pero no se trata solo de ellos. Es importante también señalar que el abandono estatal y la corrupción —las dos principales causas de nuestro deterioro— han permitido que las dinámicas que vemos hoy en día sigan ocurriendo con normalidad.
¿Cómo podemos exigir paz cuando las instituciones responsables de brindarnos seguridad carecen de los recursos y la voluntad para enfrentarse a estas estructuras de poder? La justicia y la seguridad en Quibdó parecen estar reservadas solo para unos pocos, mientras la impunidad prevalece para la mayoría.
Lo que más duele es que ¡nos estamos matando entre nosotros mismos! Jóvenes, desde los 15 años, metidos en pandillas que azotan al mismo pueblo que los vio crecer. Es insólito. En su mayoría, son muchachos que no superan los 27 años, principales víctimas de esta guerra urbana. Cada día, a cada hora, a cada minuto, se suma un nombre más a esa horrible lista que nadie quiere ni ver: la de todos los muertos a causa de la violencia en Quibdó.
¿Quién piensa en esas madres que entierran a sus hijos? Como bien lo expresa Piedad Bonnett en su obra Lo que no tiene nombre: la muerte de una madre tiene un nombre, quedas huérfano de madre; la muerte de un padre también, quedas huérfano de padre. Pero, ¿la muerte de un hijo? Eso no tiene nombre. Y peor aun cuando les arrebatan la vida de forma cruel y violenta.
Nadie, ni en la capital chocoana ni en cualquier rincón de Colombia, debería vivir con el miedo constante de que un ser querido no regrese a casa debido a la absurda violencia.
En Quibdó no se puede seguir normalizando la violencia. En estas épocas de fiestas, los titulares que deberían llenar los periódicos y las redes sociales son de nuestras fiestas patronales, y no de los homicidios que nos convierten en noticia. Como le dijeron al presidente Santos en una reunión en Nueva York con un selecto grupo de empresarios estadounidenses (expresado en su libro La batalla por la paz): «El capital no es amigo de las guerras, no es amigo de la violencia, no es amigo de la inseguridad, ni física ni jurídica».
La paz es absolutamente indispensable para el progreso del Chocó, y no solo del Chocó, sino de toda Colombia. «Si Colombia quiere ser algún día un país desarrollado y con mejores niveles de vida, la primera y más urgente tarea es lograr la paz». Nuestras fiestas patronales son muy vistosas para los extranjeros y podrían representar una gran oportunidad económica para muchas personas, pero con la guerra y la violencia que se vive en Quibdó, es imposible que nuestra economía avance.
Quibdó llora, pero también resiste. «Cada vida que se apaga es una cosmovisión que se pierde». El pueblo quibdoseño no puede seguir en silencio; no podemos permitir que los homicidios y las guerras que vivimos sean la única historia que contemos. Nuestras futuras generaciones se merecen algo mejor.