
Por Julio César Uribe Hermocillo
“Dos besos llevo en el alma,
que no se apartan de mí:
el último de mi madre
y el primero que te di”.
La Llorona. Canción popular mexicana
Daba gusto salir a cumplir esa maratón de repartición de saludos de Año Nuevo, que comenzaba en el vecindario más próximo, en las casas adyacentes y en las del frente, y que se iba prolongando según el rumbo, el sentido y el itinerario que los afectos marcaran, hacia el barrio y más allá, hacia el resto de aquel pueblo grande que era Quibdó hasta hace unos 40 años.
Era la noche del 31 de diciembre. El pueblo entero le cabía a uno en los pies, así que bastaba una caminata más o menos larga para cubrir cada rincón de la geografía vital del alma de uno, en la madrugada del 1º de enero, a partir de la primera hora del Año Nuevo, acabado de nacer en medio del bullicio feliz de familiares, amigos y vecinos.
Aún no eran las motos ni los carros ni el miedo los que gobernaban las calles y la vida de la gente. Aún era posible salir despreocupadamente a esas horas, sin pensar que fuera a ocurrir algo diferente a recibir decenas de saludos de conocidos y desconocidos en el recorrido espontáneo y tradicional de quienes, cada año, caminaban hacia donde aquellos parientes y amistades a los que era costumbre saludar esa misma noche o de quienes salían a dar una vuelta larga por los contornos de su casa, simplemente para compartir el jolgorio que el año nuevo traía consigo.
Había quienes olvidaban cerrar sus casas antes de irse; pero, no importaba, pues los vecinos las cuidaban con el rabo del ojo, con la mirada que de vez en cuando desviaban del estallido de la pólvora que en el cielo se explayaba.
Sancochos de carne o de pescado, arroces con pollo, mondongos y atollaos, con carne caleña y carne ahumada, pasteles de arroz aún calientes y muchas delicias más se compartían en medio de la madrugada.
En aquellos platos de loza blanca, con florecitas coloridas en los bordes, de las vajillas chinas que llegaban por el Atrato en las lanchas provenientes de Cartagena, los manjares navideños se recibían de las generosas manos de sus propias cocineras, las señoras de las casas, quienes ahora emperifolladas, alhajadas y maquilladas, peinadas y arregladas, le servían a uno con gusto y generosidad; mientras sus maridos e hijos le sumaban unos cuantos tragos de anisado al delicioso banquete.
Aparte de los abrazos, los buenos augurios y la sabrosa charla, que en las noches frescas de luna acontecía en el andén, al borde de la calle, y en las de lluvia ocurría en la sala de la casa, mientras escampaba -si era que escampaba-, que al fin y al cabo tampoco era que importara, pues entre charla, canto y baile se pasaba muy bien la velada.
Se respiraba un afecto como de familia grande, como de inmenso vecindario, con una generosidad que alcanzaba para brindar a los demás lo propio sin ansias de recompensa o contraprestación. Un afecto que era el único motivo de todo. Un afecto que era el principal sostén de la paz y de la tranquilidad con las que aún se vivía la vida en aquel Quibdó.
Una tranquilidad y una paz que -avanzada la madrugada- podían ser todo lo bulliciosas, coloridas y desordenadas que son las cosas que se viven con alegría, pero nunca estridentes ni deslucidas, nunca molestas o perniciosas.
¿Cuántos primeros besos, cuántos abrazos profundos y cuántas caricias primeras se estrenaron en esas madrugadas de bienvenida al Año Nuevo y despedida del Año Viejo? Con inevitable nostalgia y con un abrazo de los muchos que en el 2020 no pudimos darnos, desde El Guarengue -sinceramente- les deseamos un ¡Feliz Año Nuevo!
Era grato salir sin miedo, para querer desearles a las personas más cercanas y lejanas un feliz año, pero todo esto se quedó en recuerdos, que no sabremos si algún día se volverá a revivir en carne y hueso, pero la esperanza es lo único que se pierde, pero tener la satisfacción de que alguna vez se hizo esto; de salir, caminar, jugar, a las horas que uno quería sin importar que podría pasar, no tiene precio.