El centenario del natalicio del autor chocoano abre un debate sobre el valor de su obra y la actualidad del canon para juzgar creaciones marginadas.
Por LUIS FERNANDO GONZÁLEZ ESCOBAR. Profesor Universidad Nacional. Doctor en Historia e investigador senior. Su último libro es El olvido que habitamos (Grammata, 2023)
En el centenario del natalio del escritor chocoano Arnoldo Palacios (Cértegui, 1924; Bogotá, 2015) un manto de duda se quiere poner sobre la calidad de su obra. Con argumentos extraliterarios se hiló delgado para establecer una relación política de última hora. Algo inexistente. Relación causal peregrina en momentos coyunturales, sin entender su obra, contexto, pertinencia e importancia.
Autor de pocas obras. Las estrellas son negras, publicada por primera vez en 1949, es considerada la más relevante, aunque desconocida por décadas. El silencio sobre la misma, pese a uno que otro artículo periodístico, lo rompió Antonio Curcio Altamar, cuando lo insertó en la historia literaria y memoria crítica del país en su trabajo La evolución de la novela en Colombia en 1957; allí la incluyó como parte de un canon literario, al considerarla la “mejor y más cumplida novela naturalista de Colombia”, destacando su fuerza sorprendente y la angustia vital “plásticamente expuesta” del protagonista Irra (el apocope de Israel), además de destacar el don de los diálogos y la incorporación del habla chocoana.
Una valoración mayor la haría después el estadounidense Raymond L. Williams, en su obra Novela y poder en Colombia 1844-1987. Williams estructuró su análisis a partir de la correlación de las literaturas con lo que llamó “regiones culturales semiautónomas”. Antes de la existencia de la novela moderna y la idea de lo nacional, se las plantea desde una tradición de cuatro regiones literarias: la del altiplano cundiboyacense, la costeña, la de Antioquia la Grande y la del gran Cauca: precisamente en esta última inserta el aporte de Arnoldo Palacio, como parte de un grupo pequeño pero destacado de escritores responsables de una ficción más madura, que despertaba a las realidades sociopolíticas y culturales del medio, en una fase de transición anterior a la novela moderna nacional.
Destaca la madurez de Las estrellas son negras, la novedad de los procedimientos narrativos para el contexto y el momento, la gran intensidad y la cercanía al mundo de ficción, y, en definitiva, la consideró una obra fundadora en la medida en que crea lo que llamó un “regionalismo trascendente”. Puede afirmarse esto porque, tanto por su ideología como por su discurso, trasciende los límites del Chocó. Habla de pobreza sin limitarse a su raza y clase; y de liberación en general”. Enrique Santos Molano, en el prólogo de una redición tardía en 2010 de La selva y la lluvia, se atreve a considerar a esta obra desconocida y poco leída, junto con Las estrellas son negras, como dos verdaderas “obras maestras” de la literatura colombiana, muy superiores a otras incluidas por tradición en el canon literario colombiano.
No cabe duda de que todavía existen prejuicios y sesgos, silencios y olvidos, incomprensiones y grandes equívocos para leer y valorar obras literarias como las escritas por Arnoldo Palacios. Para algunos todavía pareciera inconcebible que para la década de 1940 existiera un escritor chocoano y negro escribiendo una obra literaria cuya estructura narrativa recuerda de alguna manera el Ulises, al menos en la temporalidad de la obra en la que James Joyce sigue las aventuras de Leopold Blume a lo largo de un día, el 16 de junio de 1904; aunque en la obra de Palacios no hay un día ni año precisos, sigue las peripecias de Irra desde las 3 de la tarde de un día inusualmente azul, hasta la mañana del día siguiente, esto es, menos de 24 horas, descritas en cuatro capítulos que el autor llama libros: Hambre, Ira, ¡Nive¡, Luz Interior; así, seguimos el deambular de un joven inseguro, incapaz de reemplazar a su padre, superar la pobreza y ayudar a su madre, sus tres hermanas y un hermano, quien preso de un hambre atroz va describiendo sus odios, miedos, prejuicios, resentimientos, el sin sentido de la vida, pero también un despertar sexual y un fugaz amor, hasta llegar a la iluminación que lo lleve a la redención personal. Algo que trasciende el personaje local a esa condición humana más abstracta y general que se planteó el autor.
Para muchos pareciera aun impensable que fuera posible una tradición literaria chocoana en la primera mitad del siglo XX. Si bien Palacios vivía al momento de la escritura en Bogotá y se relacionaba con el ambiente intelectual capitalino, también era cierto que ya había vivido en Quibdó y conoció de primera mano las críticas, desde finales de la década de 1910, que hizo el escritor y periodista Reinaldo Valencia a la literatura colombiana, reclamando una novelística realista y la posibilidad de convertir a cualquier lugar del Chocó en materia novelable, donde los dramas humanos también podían escenificarse, como bien lo dijo, “consideraría tonto a quien afirmase que Quibdó o Guayabal, pongo el ejemplo, no son campo propicio para un cuento de Maupassant. Lo dicho: tenemos miedo, y nos contentamos releyendo, al calor de la lámpara de petróleo, ese mamotreto que se llama Alférez Real; hablando de alpargatas, de tiples, de vihuelas, y tragando a sorbos el chocolate con quesito fresco y bollos de maíz”. Palacios le dio la razón décadas después con sus obras.
No se trataba pues de un mundo ajeno a las ideas en una selva indómita, como el imaginario pensaba y al parecer sigue pensando sobre ese Quibdó. Es cierto que era una ciudad alejada de Colombia, pero conectada con el mundo por ese cordón umbilical que era el río Atrato, que traía las ideas del Caribe, de Estados Unidos o del otro lado del Atlántico. Por eso mismo ya se planteaba una modernidad temprana y particular en lo que he llamado el “claro en la selva”, la que quería ser una ciudad distanciada y enfrentada a la selva. De ahí que la novela urbana también tuvo expresión temprana allí con la obra de Pedro Sonderéguer, escritor turbaqueño asentado en Buenos Aires, donde publicó la novela Quibdó en la década de 1920. Una novela que, mirando desde la distancia, imaginó una modernidad urbana, con una elite blanca y unos grupos negros urbanos en ascenso, la que estaba plasmando urbanísticamente el arquitecto catalán Luis Llach con su plan de Quibdó futuro, enclavada imaginariamente en el cruce de vías, ferrocarriles y vías interoceánicas.
A esa utopía de Sonderéguer le contrapuso Palacios su propia visión urbana. Esa donde el río Atrato es un referente temporal y espacial permanente, que la define y del cual no se puede despegar, con el sol y la lluvia, los andenes destartalados, las calles de barro, los zaguanes y callejones hacia los puertos del río, las casas de madera y zinc y algún edificio de concreto. Sí, precaria, pero era la ciudad y su recinto urbano. A la ciudad utópica le contrapone la ciudad real de las injusticias y segregación social, en la que ya los pobladores negros urbanos habían ascendido en la escala social, desplazando del poder político a los “blancos” -o, mejor, la “mulatocracia”- de los que en parte recibieron apoyo, pero a la vez enfrentaron en su ascenso, para controlar el poder del recién creado departamento del Chocó (1947), dejando atrás la condición de Intendencia Nacional que tenía desde principios del siglo XX.
Incluso en el momento en que se comenzaba a romper el cordón umbilical del Atrato con el Caribe y en particular con Cartagena, por el de la carretera a Medellín inaugurada en 1944, por donde llegarían buscavidas, buhoneros y comerciantes, cada vez en mayor número hasta competir con los siriolibaneses que habían dominado en la primera mitad del siglo, lo que se dice en la novela: “sirios y antioqueños eran los dueños de los grandes almacenes”. No era para nada coincidencia que en este preciso momento histórico se publicara Las estrellas son negras, en la que los actores sociales estaban cambiando. En la misma se describe el Palacio Intendencial como un viejo y destartalado caserón que vaticinaba se desplomaría pronto. Metáfora de su decadencia política.
Era también el momento de la llegada de los habitantes rurales y de los otros pueblos del Chocó, como el propio Palacios, que había llegado de Cértegui, en la región del San Juan. Población migrante empobrecida que incluye en su novela como un protagonista fundamental desde su oralidad, en contraste con el narrador que desde la escritura establece la relación con la ciudad letrada. Sin pretensiones etnográficas, pero recogiendo el habla de los sectores negros subalternos, da cuenta de sus frustraciones y desesperanzas en este entorno urbano en medio de la selva: “no vale la pena eta puta vira, ¿eh?”. A la vez, deja establecido que los pobladores negros no son homogéneos, hay distancias y conflictos entre ellos mismos. En este momento de quiebre seguirá el ascenso de los grupos negros ilustrados que llegarán al poder nacional y en lo local serán los dominadores, para bien o para mal del proceso político posterior.
Pese al marco geográfico, no es una novela de selva y tampoco aquella idea de considerar la obra de Palacios solo de negros y negritudes, o de ocuparse únicamente de la vida del Chocó. Esta es una visión reduccionista pues el propio autor considera sus temáticas más trascendentes, en la medida en que para él “lo fundamental es el hombre”, en su esencialidad tanto en lo urbano como en lo rural, con sus problemas, sueños, vida íntima, fuerza, vigor, esperanzas, luchas. Ojalá el centenario del natalicio de Palacios sea el momento de una lectura ausente de prejuicios y sea valorada en su verdadero mérito literario.